A los y las
españolas nos va la jarana. Parece que la única manera de librarnos de nuestra
secular indolencia moral, es con espasmódicos periodos de convulsiones. Claro
que hay quien empiedra el camino: unas élites corruptas y corruptoras, unos
nacionalistas sectarios y reaccionarios, una colectividad pasiva y absentista de sus derechos.
Y en ello andamos
ahora, con el lío catalán, y con los líos de falda, drogas y corrupción.
Y reconozcámoslo:
los nacionalismos españolistas (que a mí me gusta llamar mesetario) y
catalanistas se retroalimentan. Los unos ninguneando a la periferia costera (violentando
el régimen de competencias, usando el presupuesto del Estado en su vertiente pavloviana, e incendiando las ondas y
los papeles con discursos sectarios) y los otros justificando sus desmanes y
corruptelas azuzando las más peligrosas de las pasiones humanas: el amor al
terruño y el campanario.
Que haya palabras
totem es inevitable, y no hay que
obsesionarse con ello. Pero hay veces que las mayores de las luchas se basan en
palabras y conceptos totem que
pasados los años nos parecen ridículos. Una de las personas que parecen
librarse de la pozoña intelectual de nuestras clases dirigentes, la presidenta
de Andalucía, Susana Díaz, ha afirmado recientemente que el término nación le da
igual, siempre que se tenga claro que la soberanía nacional es indivisible y
que todos los ciudadanos y las ciudadanas españolas son iguales allí donde
nazcan o residan.
Por otro lado,
las vomitivas corruptelas que hoy estamos conociendo de manos de nuestros
políticos, y que son incomprensibles sin la activa colaboración de las elites
económicas e intelectuales españolas y la pasividad de una sociedad que intuía
pero prefería mirar hacia otro lado porque pensaba que en el fondo todo ello le
beneficiaba, está rompiendo las costuras del proyecto democrático alumbrado en
el dificilísimo parto que sucedió a la muerte del genocida.
Como he dejado
escrito en otro post, la aparente tranquilidad social tras 1978, convenció a
las élites económicas españolas que había llegado el momento de recuperar todo
el espacio perdido (que sí, que también la derecha económica y política se
dejaron pelos en la gatera de la
Transión ) y poco a poco, con las mayorías absolutísimas de
Aznar y Rajoy, han ido eliminando de facto la negociación colectiva, el
derecho a huelga y los derechos laborales.
Pero ¿cuál ha
sido la reacción a todo ello? Pues no la firmeza democrática de un pueblo
maduro, no la voluntad serena pero radical de parar los desmanes. En absoluto. Ha
saltado el “sálvese quien pueda” de los catalanes, y la furia indisimulada
contra todo lo que huela a la
Transición en el resto del Estado.
Un hombre muy
perspicaz, Manuel Azaña (que parecía que si no nos había parido, nos había
criado), ya nos advirtió en su discurso de despedida en el ayuntamiento de
Barcelona, el 18 de julio de 1938, que antes que después se nos volvería a
calentar la sangre, cuando afirmó: cuando
la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que les
hierva la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelva a enfurecerse con
la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción,
añadiendo, que piensen en los muertos y
que escuchen su lección: la de esos hombres que han caído magníficamente por
una ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen
odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila
y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a
todos sus hijos: Paz, piedad, perdón.
Y los líos en los
que nos estamos enredando en este momento los españoles (se sienta o no como
tal, que para eso es nuestro hecho diferencial ante el mundo), y que
periódicamente venimos repitiendo en los últimos siglos, parece que justifica a
aquellos que afirman que los y las españolas solo pueden ser gobernados con una
bota en el cuello. Militar, naturalmente.
Y eso no.
Rotundamente No.
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