Decía Ángel
Ganivet que cuando se acaban las certezas hay que armarse de prejuicios. Pero a
mí aún me quedan un par de docenas, entre ellas que en la actualidad ningún
gobierno puede imponer su voluntad frente a la férrea voluntad de una sociedad,
y que como dejó escrito Joaquín Salvador Lavado en esa ejemplar obra de
filosofía titulada Mafalda, el patriotismo tiene mucho de comodidad. Porque no
tiene mérito ser patriota de donde se nació. El mérito está en ser patriota de
aquel lugar que ni siquiera se ha visitado.
Los nacionalismos
hispanos, el llamado español (pero que a mí me gusta denominar mesetario), y el
llamado catalán, andan subido a una bestia incontrolable del que sus dirigentes
intentan no caerse, aunque en la operación la hagan avanzar más deprisa hacia
el precipicio.
Me horroriza esa
necesidad imperiosa de acumular justificaciones para ejercer derechos,
necesidad que lleva en muchas ocasiones a inventárselos directamente. Lo he
dejado escrito en algún lugar, que soy internacionalista, a lo más iberista.
Los patriotismos textiles y musicales no son lo mío. Reescribir la historia
para acomodarla a nuestro proyecto personal o político, para dividir y
cercenar, para establecer una lista de buenos y malos, o para justificar el sacrificio
de unos por otros, me produce repugnancia.
Pero si en el
futuro la sociedad que habita la Comunidad
Autónoma de Cataluña deciden, por las buenas o por las malas,
hacer zarpar su territorio hacia la aventura de la independencia, tendrá toda
mi comprensión.
Y no por aquello
de que tanta paz lleven, como descanso
dejan. Como bien dice un amigo mío, si algún día hay que levantar la valla
entre Fraga y Alcarrás, lo primero que viviremos aquende la frontera, será la
mayor ola de patriotismo rojigualda de la historia, (ríete de la resaca
mundialista), que deberemos padecer todos los curritos de la descuartizada
Nación española.
Siempre que he
visitado Cataluña me he sentido como en casa, cómodo y bien tratado. Y eso que
nunca he sentido esa barcelonafilia que disfrutan muchas de mis amistades, y
urbanísticamente sigo prefiriendo la recia y mesetaria Madrid a la mediterránea
capital del Principat. No tengo
especial estima al poble català, pero
tampoco se la tengo al madrileño, al murciano o al riojano, por poner varios
ejemplos.
Sin embargo, sí
tengo la seguridad de que si nuestra Cataluña, si su Catalunya, deja de compartir nuestro afligido proyecto nacional, necesitaré
vivir el duelo de la pérdida.
Aún recuerdo la
carta emocionada del diputado nacional por CIU, Carles Campuzano i Canadés, en
respuesta a una enviada por mí en catalán como presidente del Consejo de la Juventud de Andalucía. Por
mi parte fue el gesto de decir “Andalucía también es catalana”.
Creo que la
diversidad enriquece, que las diferencias existen para desafiarnos y sacar de
nosotros mismos lo mejor. Denuncio a aquellos que aquí o allá sólo conciben una
sociedad monolítica, todos moros o todos cristianos. Creo que el fracaso del
proyecto nacional español se debió a la automutilación que nos afligimos al
expulsar de nuestros países a nuestros hermanos y convecinos musulmanes y
judíos, primero, y protestantes después.
Por eso, si
mañana, o pasado, o el otro, un movimiento telúrico, vigoroso y mayoritario de
catalanes deciden irse, no seré yo el que me considere traicionado, ni
abandonado. Pero sí me sentiré triste.
Muy triste.
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