¡Qué le vamos a hacer! A Juan Ignacio Zoido, la alcaldía de Sevilla le ha venido grande. Tan grande como su frustración, ya que el muchacho ha puesto tanto empeño en la tarea que ahora debe ser terrible que todo el mundo vea sus vergüenzas al aire.
Y no porque yo lo diga (ni porque yo lo valga), sino porque voces más autorizadas que la mía empiezan a poner por escrito lo que vengo sosteniendo en los últimos meses: que en menos de un año y medio Zoido ya demostrado que será un pésimo alcalde de Sevilla.
Comprendo que los veinte concejales y los aplausos del Corpus le llevara a sentirse flotar a la altura del giraldillo, con toda Sevilla a sus pies. Pero en ese momento debería haber recordado la anécdota, posiblemente falsa pero reiterada desde hace más de cien años, de Alfonso XII a su entrada en Madrid como nuevo rey. Ante el entusiasmo de las masas, el jovencísimo Alfonso exclamó ¡como me aplauden! Dicen que un muchacho que había cerca le respondió: ¡Pues esto no es nada, majestad! ¡Debía habernos escuchado cuando echamos a la puta de su madre! Se trata, sin duda, de esos atávicos sentimientos patrios que aún no hemos podido desterrar, y que nuestras élites sevillanas tienen por esencia: derribar tan rápido como encumbramos.
El sueño hispalense de Zoido, (que sin duda se soñó un Trajano, un Adriano), era sintonizar Sevilla con la historia, y de ahí su símil relojero: haré que Sevilla funcione como un reloj suizo.
Y lo que son las cosas, habría sido mucho más realista si hubiera exclamado como aquel cabildo catedralicio: ¡Ganemos unas elecciones de tal manera, que las generaciones venideras tomen a los sevillanos por locos!
Porque hasta observadores tan sobrios como Carlos Marmol, subdirector de Diario de Sevilla, no cejan de escandalizarse de la incapacidad de Zoido para la alcaldía. ¡Anda que no se habrá quedado a gusto Marmol, cuando ha publicado hoy en su columna La Noria: al gobierno del PP le ocurre lo mismo. Ni es infalible, ni perfecto, ni intocable. Más bien parece un perfecto desastre!
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