Lo
de Rodrigo Rato se veía venir. Bueno, si hay que ser sincero, lo que se veía
venir era que la dirigencia del PP, al recuperar el control de las
instituciones, lo ejercería como ha estado acostumbrada.
Y
es que la actual dirigencia del partido del gobierno son los descendientes o
allegados de esa clase plutocrática que a lo largo de los últimos doscientos
años, tras la caída del absolutismo y su aristocracia y la emergencia del
liberalismo y su burguesía, ha ido colonizando el poder en España gracias al
comercio de esclavos, el contrabando, el uso interesado de los monopolios y la
rapiña durante la Desamortización, Es decir, en términos generales, la
burguesía española se ha convertido en estos dos siglos en una clase parasitaria
sin ningunos de los valores de la burguesía de otros países (emprendimiento,
asunción de riesgo, innovación)
Y
de esta clase parasitaria se nutrió los altos funcionarios del Estado. Porque
al contrario de cierta ensoñación interesada (que describen un pasado no demasiado
lejano donde la alta administración del Estado, gracias al funcionariado,
estaba regida por hombres capaces y honrados), históricamente la Administración
española ha estado ocupada por los más mediocres de la burguesía, que
conseguían sus plazas en propiedad por un sistema clientelar y corrupto que les
aseguraba verdaderas regalías a las que por su intelecto y capacidad nunca
podrían alcanzar.
Pero
si a mí personalmente no me sorprende que el PP atesore entre sus cuadros a
verdaderas bandas de saqueadores (que tanto recuerda el comportamiento de los
vencedores de la Guerra Civil española) sí me fascina en cambio la reacción
popular hacia aquellos que, contra cualquier sentido racional, habían sido
encumbrados a las más altas esferas de la mitología patria.
Rodrigo
Rato siempre ha sido un mediocre: como empresario (se afirma que arruinó las
empresas familiares) y como político. Por eso, desde sus primeros panegíricos,
me extrañó la fama alcanzada, y que muchos afirmaban que era debida a haber salvado
a España con Aznar, y ser el artífice del milagro
de aquellos años. Y la culminación de esta extrañeza llegó cuando fue investido
Doctor Honoris Causa (¿qué causa? ¿en base a qué honor?) por la Universidad Rey
Juan Carlos, el centro académico de cabecera del PP madrileño, usado y abusado sin rubor por las élites conservadoras.
Claro
que en un comportamiento público típicamente español, ahora andan como locos
recogiendo firmas para quitarle a Rodrigo su doctorado.
En
otros post de este blog, creo que a propósito de Juan Ignacio Zoido (otro ídolo
que está a punto de ser arrastrado por el fango del odio popular sevillano), he
recordado la anécdota (posiblemente falsa) sobre Alfonso XII a su entrada en la
capital tras el exilio. La web Segunda República la refiere así: Viendo Alfonso a unas mozas muy
bullangueras, que se ganaban la vida en el mercado de la Plaza de la Cebada,
cedió a su instinto político y se acercó caracoleando para agradecerles sus
vítores. «¡Más gritábamos cuando echamos a la puta de tu madre!», le explicó
una moza enardecida.
En
España pasamos de encumbrar a nuestros mitos tan rápidamente como los
destruimos y enfangamos. Porque la degradación pública de Rato, ese deseo de
ver arrastrado por el lodo de la historia a quien no hace mucho andaba
encumbrado por las multitudes, es una constante de la historia española. Cada
época tiene sus ídolos y sus mártires, sus prohombres y sus héroes, y en una
muestra del hecho diferencial español, a veces aparecen y desaparecen como el
Guadiana. Desde luego ese encumbrar y derribar es tan agotador como
desagradable.
Un
caso realmente curioso lo tenemos en Sevilla, a propósito del pobre José de
Letamendi Manjarrés, conocido popularmente como Doctor Letamendi. Este
catedrático catalán, que lo fue de la Universidad de Barcelona y Central de
Madrid (rebautizada durante el franquismo como Complutense), murió en 1897.
Sevilla, siempre un poco retardada en esto de la modernidad, le dedicó en 1916,
con los máximos honores, una calle, la antigua Correduría, con un vistoso acto
y la colocación de una hermosa plana en el número 9 de dicha vía urbana, como nos recuerda la web Sevilla Desaparecida.
Menos
de un siglo después, el ayuntamiento de la ciudad decidió que ya había gozado
de la suficiente fama durante demasiado tiempo, así que procedió a eliminar su
nombre de dicha calle a la que volvió a rotular con su anterior nombre de
Correduría. Pero al tratarse de una corporación de las izquierdas, menos
cainitas que las derechas, decidió que el doctor Letamendi al menos merecía el
honor de un callejón frente al Instituto Anatómico Forense (vía en la que el único hecho reseñable es la de contar con una salida lateral del supermercado Mercadona de la calle Don Fadrique). Parece que los años
han empalidecido, pero no hecho desaparecer, su fama de médico humanista, a
la par que poeta, músico, sociólogo, político, economista, literato, etc.
Decía que el caso de la calle Doctor Letamendi de Sevilla era curioso, pero no único ni el más sangrante. La calle Larios de Málaga, por ejemplo, ha pasado sus pocos más de cien años de existencia, cambiando de nombre como quien cambia de traje (de Larios a Pablo Iglesias, para luego mutar en José Antonio y recuperar finalmente su nombre inicial), o la plaza de San Francisco de Sevilla, que en los últimos dos siglos ha disfrutado de los nombres de Plaza de la Constitución, Real de Fernando VII, del Rey, de Isabel II, de la Libertad y de la Falange Española.
Hace
años comprendí este carácter tan español, cuando el autor de mis días me
advirtió de lo vano del deseo de pasar a la posteridad. Mientras me hablaba de ello paseando por los alrededores de la antigua estación
ferroviaria de Málaga, me señaló la hermosa placa de mármol, llena de mugre por
la contaminación y el abandono, que mostraba el rótulo de la calle Héroe de
Sostoa sobre una fachada de ladrillo, igualmente sucia, del asilo de las
Hermanitas de la Caridad. Esto es lo que
puede esperarse en el mejor de los casos: una placa llena de mugre.
Mucho
después, leí en el Diario Sur que nadie tenía claro el beneficiario de tal
honor, ya que se ignoraba si se trataba de un héroe llamado Sostoa, o unos
héroes de la batalla de Sostoa. Parece ser que finalmente se dedicó a tal Tomás
Sostoa Achúcarro, nacido en Uruguay y fallecido en Málaga, a propuesta del
consulado de dicho país sin que quede constancia histórica sobre su supuesta
heroicidad, aparentemente alcanzada durante la Guerra de la Independencia
americana.
Desde
entonces ha ido creciendo en mí la prevención hacia el reconocimiento de mis
paisanos. Y por si algún día hago algo, dios no lo quiera, que me haga merecedor de pasar a los libros de historia, bajo ningún concepto aceptaré un doctorado
honoris causa ni una calle. En todo caso, solo aceptaré una buena mariscada.
Y que luego me quiten lo bailao.
No hay comentarios:
Publicar un comentario