domingo, 17 de enero de 2016

¿Por qué razón no mata a su bebé y se lo come?

«GHVIP»: Laura, Carmen, El pequeño Nicolás y Julián son los primeros nominados

Querida lectora o lector, estoy seguro que si hiciera esta pregunta a un millón de personas obtendría una amplísima panoplia de respuestas que irían desde el silencio acompañado de una mirada llena de desprecio, hasta intentos de agresión, acompañados de los lógicos insultos y calificaciones de enfermedad mental por ocurrírseme una pregunta así.

Pero de lo que estoy seguro es que ni entre un millón de respuestas alguien se limitaría a responder: no lo hago porque lo prohíbe la ley.

Y es que en los seres humanos son más fuerte los límites que nos impone lo que nos parece repugnante que las normas que nos damos mediante leyes.

Por eso no deja de parecerme muy curioso qué en nuestra cultura peninsular, queremos resolver los problemas que nos acucian mediante el cambio de leyes, la gran mayoría de veces endureciéndolas, sin reparar en que, como nos recuerda nuestro rico acervo refranero, hecha la ley, hecha la trampa.

Siempre he considerado esta obsesión por cambiar las leyes, como una de las mayores hipocresías patrias, una forma de descargar nuestra responsabilidad y silenciar nuestra conciencia. Porque todos y todas sabemos que el cambio de la ley por sí, por necesaria y oportuna que sea, no es suficiente en la mayoría de los casos y, en no pocos, directamente irrelevante.

Esto podemos observarlo desde nuestra posición hacia la corrupción hasta las debilidades de nuestro sistema educativo, pasando por todas las realidades que confluyen en nuestra vida cotidiana.

Mientras cada uno de nosotros no sintamos la misma repugnancia al pensar en actuar de forma corrupta como nos sentiríamos al pensar que vamos a matar a nuestro bebé y comérnoslo; mientras que no sintamos la misma repugnancia hacia el padre o la madre infanticida antropófaga que hacia el corrupto; mientras ser corrupto tenga cierta tolerancia social, el cambio de leyes, con ser importantes, no dejarán de ser medidas cosméticas, claramente consoladoras pero poco efectivas.

Estos días tenemos la prueba en un programa de televisión, donde han reunido a algunos de los personajes que representan esa falta de ética y que son premiados socialmente, al convertirse en protagonista generosamente retribuidos de un show en prime time.

La cadena de televisión, que en sus noticiarios presenta una fachada de dura crítica hacia la corrupción en la política, y unos ciudadanos que encuesta tras encuesta declaran rechazar la corrupción para engancharse a continuación a dicho programa, son el ejemplo paradigmático de nuestra hipocresía.

Hasta que no cambiemos nosotros, todos los cambios legales son irrelevantes. Por muy consoladores que sean.

domingo, 10 de enero de 2016

Ni Concierto ni doble nacionalidad

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Lo poco agrada y lo mucho espanta. Soy hombre refranero (maricón o mamporrero, dicen) y este es uno de mis preferidos, aprendido de labios de mi progenitora en mis dulces días tangerinos. Al principio interesa, luego uno aguarda educadamente a que termine, y al final, con cara de pocos amigos, espera que el dichoso energúmeno nos deje en paz.

Suele ocurrir con las gracietas de los niños, pero también con personas que nos enamoran por su gracejo, su cultura o su belleza. Permanecer imperturbable e inmutable en un papel produce aburrimiento primero y hartazgo al final. Y en ello andamos con la cuestión catalana.

No tengo duda que el debate sobre Catalunya es un debate trucado, muy al gusto de nuestro carácter mediterráneo de la impostura y el postureo. Tengo la convicción de que en el fondo nadie es consciente de la transcendencia del debate, de sus repercusiones a medio y largo plazo, y todos y todas lo reducen a un par de variables adscribiéndose a la que más coincide con sus prejuicios. Pero la realidad es tozuda, y lo complejo no se simplifica porque nosotros nos neguemos a tomarlo en consideración.

Pase lo que pase, se quede o se vaya, los y las ciudadanas de lo que hoy conocemos como Reino de España seguirán con sus vidas, descubriendo lo bueno de lo malo y lo malo de lo bueno. Como ocurrió cuando el sueño iberista de la corona castellana salió hecho pedazos en 1640, cuando Bolívar y San Martín independizaron los virreinatos americanos, o cuando los trust americanos decidieron que España no necesitaban para nada Cuba, Puerto Rico y Filipinas.

Pero de lo que estoy convencido es que la comedia catalana ya ha pasado de divertir a aburrir, y pronto pasará a causar hartazgo. La bufonada de ayer 9 de enero (ese pacto medievalista donde se dejan en prenda a representantes democráticos como cuando Francisco I envió a sus hijos a Carlos V como garantía de cumplimiento del Tratado de Madrid) muestra que la cultura democrática apenas es un barniz en nuestra piel de toro. Y lo que es peor, lleva al cansancio de todos, aquende y allende el Ebro.

Como español, no estoy en contra de una consulta o referéndum; como socialista no rechazo que un territorio por las buenas o por las malas se independice. Lo que sí rechazo de plano es que el Estado español ofrezca el Concierto a cambio de un par de décadas de sosiego independentista catalán, o la doble nacionalidad a una novísima República Catalana.

Esto ya ha pasado de castaño a oscuro, y el niño malcriado ya no hace maldita la gracia.

viernes, 18 de diciembre de 2015

¡Hostias!


En este blog, estimada o estimado lector, he tratado varias veces sobre la violencia, tanto física como psíquica. La violencia, con la única excepción de aquella pactada para obtener placer sexual, me repugna. Coincido con Schiller que la persona que sufre violencia es deshumanizada. Y que debemos por todos los medio luchar contra la violencia que nos deshumaniza.

Claro que mi concepto de qué es violencia excede con mucho aquella que suele considerarse por parte del gran público, unas veces por falta de reflexión, otras por interés espurio.

En mi escala de repugnancia sobre aquel que ejerce violencia va en relación directa con la autoridad o el poder del que la ejerce. Pero sería infantil por mi parte no admitir que, de todas las violencias, las física, las producidas cuerpo a cuerpo, son las que más rechazo producen.

Esta reflexión no es nueva. Nuestro llorado Ángel Ganivet, como he recordado en algún que otro post, ya denunciaba la hipocresía de aquellos que se espantan por la violencia de un navajeo pero ven honrosa una guerra donde los contendientes mandan a conciudadanos como borregos al matadero para que maten a los conciudadanos de otros países, o incluso de sus mismos países. Y si los muertos son negros ni siguiera hay violencia, recuerdo que escribió Ganivet.

Este introito viene a cuenta del brutal puñetazo que ha sufrido esta semana el presidente del gobierno de la Nación española, Mariano Rajoy, de manos de un joven de 17 años. Naturalmente, rechazo radicalmente dicha agresión. ¿Cómo podría ser de otra forma si, como ya he manifestado, me repugna la violencia?

Pero llevan parcialmente razón aquellos que denuncian como hipócritas aquellos que se escandalizan por el brutal puñetazo y en cambio callan ante otras violencias o, lo que es peor, las justifican como inevitables e incluso deseables.

Ahora bien, a esas personas que así se manifiestan, les haría una pregunta: ¿qué opinarían en caso de que el agredido fuese su líder preferido, Pedro Sánchez o Pablo Iglesias por poner dos ejemplos, y el agresor un joven neonazi?

Si medimos la violencia por los efectos que produce, el brutal puñetazo propinado por el menor a Mario Rajoy no es, desde luego, de la más grave de las que a diario observamos en nuestro país.

Si la baremamos por las secuelas, mucho más grave han sido las violencias que han llevado al asesinato a más de cincuenta mujeres en España este año en manos de sus parejas o ex parejas, sin contar las lesiones y traumas de mujeres y menores, de aquellas violencias machistas que nunca llegan a la prensa pero que duran décadas en el secreto de los domicilios; los accidentes laborales con resultado de muerte que se han producido en todos los tajos de este país, y que el ministerio correspondiente eleva a 511, de enero a octubre de este año, a los que hay que sumar los 3.511 de carácter grave que han dejado lesiones físicas a los afectados y emocionales a ellos y sus familias, y que son producto de la avaricia, la estulticia o la maldad de directivos y mandos intermedios que obvian y obligan a obviar los protocolos de prevención de riesgos laborales a sus trabajadores.

Pero también debemos sumar a esta lista las personas que padecen una violencia psicológica perversa en todos los ámbitos: los que sufren día a día el moobing en sus puestos de trabajo, que pueden sumar decenas de miles en España, causando depresión, alcoholismos y otras patologías físicas o sociales; los menores que sufren el bullying en los centros escolares, ante la indiferencia o el miedo a señalarse de otros menores, maestros, directores y padres; la violencia estructural que sufren gays, lesbianas, bisexuales y transexuales, en escuelas, familias, centros de trabajo; sin olvidar, en fin, la violencia ejercida por una gestión empresarial odiosa, con salarios de miserias, jornadas abusivas, chuleos o discriminaciones, prácticas coercitivas para evitar la sindicalización de los centros de trabajo.

Y no hay que olvidar tampoco la violencia institucional ejercida por las administraciones, estructurales como son los recortes en servicios básicos y normativas perversas, como del trato que en ocasiones dan los trabajadores públicos a los usuarios que acuden en demanda de auxilio vital a las Administraciones. Recuerdo en este momento el caso de una mujer marroquí en Málaga que no puede acogerse a las ayudas por víctima de violencia de género, contrastada por la policía, porque no tiene forma de presentar el convenio regulador del divorcio marroquí con su primera pareja, que nunca se llegó a firmar porque la abandonó al quedarse embarazada. Según la normativa que hemos aprobado democráticamente, la víctima debe acreditar que no tiene ingresos por parte de su ex marido y sólo acepta el convenio regulador como prueba. ¿Qué es otra cosa que violencia institucional ejercida por los poderes públicos y las normas legales?

Y así podría extenderme en una infinidad de casuística que se producen cada segundo de nuestras vidas a nuestro alrededor. Y es que nos negamos a aceptar que nuestra civilización se asienta sobre el principio general del ejercicio de la violencia sobre nuestros congéneres. Violencia que consciente o inconscientemente ejercemos todos y cada uno de nosotros sobre nuestro entorno familiar, social, laboral, con decisiones aparentemente neutras que violentan física o emocionalmente a los que nos rodean.

Por eso, llevan razón los que se escandalizan por la brutal agresión al presidente Rajoy, y llevan razón los que critican los que se escandalizan exclusivamente por este tipo de violencia.
     
Pero todos ocultan lo principal. No hay violencia que no cuente con nuestro apoyo explícito o tácito. Y de esto no nos escandalizamos.