En este blog, estimada o estimado lector, he tratado varias veces
sobre la violencia, tanto física como psíquica. La violencia, con la única
excepción de aquella pactada para obtener placer sexual, me repugna. Coincido
con Schiller que la persona que sufre violencia es deshumanizada. Y que debemos
por todos los medio luchar contra la violencia que nos deshumaniza.
Claro que mi concepto de qué es violencia excede con mucho aquella
que suele considerarse por parte del gran público, unas veces por falta de
reflexión, otras por interés espurio.
En mi escala de repugnancia sobre aquel que ejerce violencia va en
relación directa con la autoridad o el poder del que la ejerce. Pero sería
infantil por mi parte no admitir que, de todas las violencias, las física, las
producidas cuerpo a cuerpo,
son las que más rechazo producen.
Esta reflexión no es nueva. Nuestro llorado Ángel Ganivet, como he
recordado en algún que otro post, ya denunciaba la hipocresía de aquellos que
se espantan por la violencia de un navajeo pero ven honrosa una guerra donde los
contendientes mandan a conciudadanos como borregos al matadero para que maten a
los conciudadanos de otros países, o incluso de sus mismos países. Y si los
muertos son negros ni siguiera hay violencia, recuerdo que escribió Ganivet.
Este introito viene a cuenta del brutal puñetazo que
ha sufrido esta semana el presidente del gobierno de la Nación española,
Mariano Rajoy, de manos de un joven de 17 años. Naturalmente, rechazo
radicalmente dicha agresión. ¿Cómo podría ser de otra forma si, como ya he
manifestado, me repugna la violencia?
Pero llevan parcialmente razón aquellos que denuncian como
hipócritas aquellos que se escandalizan por el brutal puñetazo y en cambio
callan ante otras violencias o, lo que es peor, las justifican como inevitables
e incluso deseables.
Ahora bien, a esas personas que así se manifiestan, les haría una
pregunta: ¿qué opinarían en caso de que el agredido fuese su líder preferido,
Pedro Sánchez o Pablo Iglesias por poner dos ejemplos, y el agresor un joven
neonazi?
Si medimos la violencia por los efectos que produce, el brutal
puñetazo propinado por el menor a Mario Rajoy no es, desde luego, de la más
grave de las que a diario observamos en nuestro país.
Si la baremamos por las secuelas, mucho más grave han sido las
violencias que han llevado al asesinato a más de cincuenta mujeres en España
este año en manos de sus parejas o ex parejas, sin contar las lesiones y
traumas de mujeres y menores, de aquellas violencias machistas que nunca llegan
a la prensa pero que duran décadas en el secreto de los domicilios; los
accidentes laborales con resultado de muerte que se han producido en todos los
tajos de este país, y que el ministerio correspondiente eleva a 511, de enero a
octubre de este año, a los que hay que sumar los 3.511 de carácter grave que
han dejado lesiones físicas a los afectados y emocionales a ellos y sus
familias, y que son producto de la avaricia, la estulticia o la maldad de
directivos y mandos intermedios que obvian y obligan a obviar los protocolos de
prevención de riesgos laborales a sus trabajadores.
Pero también debemos sumar a esta lista las personas que padecen
una violencia psicológica perversa en todos los ámbitos: los que sufren día a
día el moobing en sus puestos de trabajo, que pueden sumar decenas de miles en
España, causando depresión, alcoholismos y otras patologías físicas o sociales;
los menores que sufren el bullying en los centros escolares, ante la
indiferencia o el miedo a señalarse de otros menores, maestros, directores y
padres; la violencia estructural que sufren gays, lesbianas, bisexuales y
transexuales, en escuelas, familias, centros de trabajo; sin olvidar, en fin,
la violencia ejercida por una gestión empresarial odiosa, con salarios de
miserias, jornadas abusivas, chuleos o discriminaciones, prácticas coercitivas para
evitar la sindicalización de los centros de trabajo.
Y no hay que olvidar tampoco la violencia institucional ejercida
por las administraciones, estructurales como son los recortes en servicios
básicos y normativas perversas, como del trato que en ocasiones dan los
trabajadores públicos a los usuarios que acuden en demanda de auxilio vital a
las Administraciones. Recuerdo en este momento el caso de una mujer marroquí en
Málaga que no puede acogerse a las ayudas por víctima de violencia de género,
contrastada por la policía, porque no tiene forma de presentar el convenio
regulador del divorcio marroquí con su primera pareja, que nunca se llegó a
firmar porque la abandonó al quedarse embarazada. Según la normativa que hemos
aprobado democráticamente, la víctima debe acreditar que no tiene ingresos por
parte de su ex marido y sólo acepta el convenio regulador como prueba. ¿Qué es
otra cosa que violencia institucional ejercida por los poderes públicos y las
normas legales?
Y así podría extenderme en una infinidad de casuística que se
producen cada segundo de nuestras vidas a nuestro alrededor. Y es que nos
negamos a aceptar que nuestra civilización se asienta sobre el principio
general del ejercicio de la violencia sobre nuestros congéneres. Violencia que consciente
o inconscientemente ejercemos todos y cada uno de nosotros sobre nuestro
entorno familiar, social, laboral, con decisiones aparentemente neutras que
violentan física o emocionalmente a los que nos rodean.
Por eso, llevan razón los que se escandalizan por la brutal
agresión al presidente Rajoy, y llevan razón los que critican los que se
escandalizan exclusivamente por este tipo de violencia.
Pero todos ocultan lo principal. No hay violencia que no cuente con nuestro apoyo explícito o tácito. Y de esto no nos escandalizamos.
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