Querida
lectora o lector, estoy seguro que si hiciera esta pregunta a un millón de
personas obtendría una amplísima panoplia de respuestas que irían desde el
silencio acompañado de una mirada llena de desprecio, hasta intentos de
agresión, acompañados de los lógicos insultos y calificaciones de enfermedad
mental por ocurrírseme una pregunta así.
Pero
de lo que estoy seguro es que ni entre un millón de respuestas alguien se
limitaría a responder: no lo hago porque lo prohíbe la ley.
Y
es que en los seres humanos son más fuerte los límites que nos impone lo que
nos parece repugnante que las normas que nos damos mediante leyes.
Por
eso no deja de parecerme muy curioso qué en nuestra cultura peninsular,
queremos resolver los problemas que nos acucian mediante el cambio de leyes, la
gran mayoría de veces endureciéndolas, sin reparar en que, como nos recuerda
nuestro rico acervo refranero, hecha la ley, hecha la trampa.
Siempre
he considerado esta obsesión por cambiar las leyes, como una de las mayores
hipocresías patrias, una forma de descargar nuestra responsabilidad y silenciar
nuestra conciencia. Porque todos y todas sabemos que el cambio de la ley por
sí, por necesaria y oportuna que sea, no es suficiente en la mayoría de los
casos y, en no pocos, directamente irrelevante.
Esto
podemos observarlo desde nuestra posición hacia la corrupción hasta las
debilidades de nuestro sistema educativo, pasando por todas las realidades que
confluyen en nuestra vida cotidiana.
Mientras
cada uno de nosotros no sintamos la misma repugnancia al pensar en actuar de
forma corrupta como nos sentiríamos al pensar que vamos a matar a nuestro bebé
y comérnoslo; mientras que no sintamos la misma repugnancia hacia el padre o la
madre infanticida antropófaga que hacia el corrupto; mientras ser corrupto
tenga cierta tolerancia social, el cambio de leyes, con ser importantes, no
dejarán de ser medidas cosméticas, claramente consoladoras pero poco efectivas.
Estos
días tenemos la prueba en un programa de televisión, donde han reunido a
algunos de los personajes que representan esa falta de ética y que son
premiados socialmente, al convertirse en protagonista generosamente retribuidos
de un show en prime time.
La
cadena de televisión, que en sus noticiarios presenta una fachada de dura
crítica hacia la corrupción en la política, y unos ciudadanos que encuesta tras
encuesta declaran rechazar la corrupción para engancharse a continuación a
dicho programa, son el ejemplo paradigmático de nuestra hipocresía.
Hasta que no cambiemos
nosotros, todos los cambios legales son irrelevantes. Por muy consoladores que
sean.
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