Desde hace unos
cuantos años, para pedir cita con mi médico no tengo obligatoriamente que
desplazarme hasta su consulta o llamar por teléfono, sino que puedo hacerlo por
Internet, así que hace una semana, antes de acostarme, me aseguré que me
atendería el día que me venía bien.
Tras un buen
desayuno, en eso no he perdido las buenas costumbres, y la consabida ducha
matinal, me dirigí a su consulta. En el edificio, de líneas modernas,
confortable, muy luminoso, adecuadamente calefactado, hay varias consultas
médicas.
Todo estaba muy
tranquilo, apenas había gente. En la recepción del amplio zaguán de la planta
baja una persona era atendida, y un par esperaban junto al ascensor.
La de mi doctor
está en la primera planta y subí como siempre por la escalera. La zona de
espera es amplia, diáfana, con una enorme cristalera que da al patio de acceso
al edificio. El diseñador eligió para la decoración el blanco para paredes y
carpintería, que se volvía crema en la solería. En los paramentos, además del
rótulo del doctor, se exhiben copias de grabados antiguos de la ciudad. Las
sillas de cortesía de madera laminada, contrastan con su tono oscuro la
luminosidad de la sala.
Siempre puntual,
llegué a las 08:48 horas, y pregunté a las dos personas que habían sentada cual
era la hora de su cita. El caballero me respondió que le habían citado para las
08:50 horas, y la señora me dijo que a ella le habían citado para las 09:00
horas. Dos minutos después, el paciente que estaba siendo atendido por mi
doctor, abandonó la consulta y el médico salió a la sala de espera preguntando
por el caballero. Mientras esperaba, me puse con mi tablet a revisar mi correo
electrónico.
Sobre las 09:06
horas, el caballero abandonó la consulta y el doctor volvió a salir para
recibir a la señora, que rápidamente entró en la misma. Pero debió ser poca
cosa, porque a las 09:11 horas salió junto al doctor, quien me recibió
amablemente. La consulta de mi médico de cabecera no es muy amplia pero sí
funcional. En primer lugar está su mesa, donde atiende al paciente. Detrás, una
elegante mampara de cristal al ácido corona un murete de media altura divide la
habitación, tras el cual se esconde la camilla y diverso material médico. La
pared del fondo no llega hasta el techo, ya que una lámina de cristal permite
que entre la luz del patio trasero del edificio. En la pared de mi izquierda
está la puerta que comunica la consulta con la de su colega, una doctora a la
que conozco y me ha tratado en alguna ocasión.
Tras atenderme
tan cordial y profesionalmente como
siempre, mi doctor de cabecera me informó que la medicación recetada iba
grabada en la tarjeta sanitaria que me suministró mi seguro de salud, pero me
entregó un informe impreso con instrucciones para consumirlos con seguridad. Y
a las 09:20 horas estaba abandonando la consulta.
De camino al
trabajo me paré en una farmacia, entregué mi tarjeta sanitaria y amablemente me
dispensaron la medicación. Pagué el costo de los medicamentos sin recargos ni
euros sanitarios, y me dirigí a mi trabajo.
Mi seguro de
salud se llama Servicio Andaluz de Salud, y ocurrió en Sevilla.
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