Uno de los imprevistos debates surgidos en los prolegómenos de las elecciones municipales de 2012 fue cuando, de forma viral, se promovió la abstención como posicionamiento político activo. Se trató de la primera vez que el debate sobrepasaba los siempre estrechos límites del anarquismo y se convertía en una opción más para una parte importante del cuerpo electoral de izquierda de nuestro país.
Cierto es que visto los resultados tan nefasto que la opción abstencionista provocó en los resultados del 22-M, en los siguientes procesos electorales desapareció de las redes sociales como una opción más. Pero no es menos cierto que aquella campaña proabstencionista incentivó una deriva propia de las democracias capitalistas de los últimos años: un creciente abstencionismo crónico o estructural.
Aún podemos escuchar de labios de algunos de sus apologéticos, que la abstención sirve como llamada de atención a la dirigencia política sobre la frustración de amplias capas sociales, y su desapego al actual sistema democrático, que se plasmó en el consenso constitucional de 1978. Además, creo que ese abstencionista “activo” lo percibe como la fórmula de inhibirse del propio sistema y sus defectos.
Pero ambos extremos son, a mi parecer, incorrectos.
Las llamadas democracias liberales avanzadas, encabezadas por los Estados Unidos de América y el Reino Unido, las tasas de abstencionismo son altísimas, en ocasiones el doble que en nuestro país. Y ello no lleva en absoluto a las élites políticas a cuestionarse el propio sistema. Al contrario, es esa bajísima participación la que asegura una cómoda certeza y estabilidad de los procesos electorales. En España, el problema principal de dicha argumentación es que con un sistema universal de votación, donde para votar basta con el empadronamiento sin necesidad de inscribirse en censos específicos de votos; con una amplia capacidad para concurrir a unas elecciones, bien como partidos, bien como agrupaciones de electores; y con un sistema muy riguroso en el secreto del voto y la transparencia del escrutinio, que bien sabemos los que participamos como interventores o apoderados en los mismos, todos los votantes disponen de una amplia lista de opciones electorales, cosa que no ocurría, por ejemplo, durante la Restauración, donde la limitación de la oferta electoral, los pucherazos y los sistemas caciquiles, impedían de hecho el pronunciamiento libre del cuerpo electoral.
Sobre la posición moral del abstencionista de no ser cómplice de un sistema injusto, debo recordar las palabras del sevillano profesor López Yáñez, quien en su obra La Ecología Social de la Organización afirmaba: El papel relevante que le damos a las expectativas nos lleva a que ninguno de los participantes en un sistema social puede eludir su responsabilidad –en un sentido profundo- en la determinación del proceso de comunicación, incluso si permanece en un rincón, apartado de todos los demás.
Es decir, que la corresponsabilidad, en la medida que corresponda, no se libera por el simple hecho de quedarse en casa, puesto que en cualquier sistema social, y el sistema democrático lo es en el entorno de la sociedad, la inacción y el silencio también lo estructura.
Por todo ello, debemos aceptar el carácter político del abstencionismo, en línea con la doctrina anarquista, pero de tan débil carácter que más funciona como fortalecedor del sistema político que como agente activo de cambio.
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