Durante mi infancia se sucedieron varios terremotos en mi Tánger natal, y recuerdo que este tema salía habitualmente en las conversaciones de mis hermanos, recordando la noche que pasamos, siendo yo un bebe, en el coche debido a los temblores, o la bolsa que mi madre tuvo preparada, durante meses, con lo esencial para ocho personas por si había que salir corriendo de nuevo. Otras de mis anécdotas infantiles “sísmicas” son las reiteradas advertencias de mi padre, cuando estábamos en las playas del Bosque Diplomático, de huir tierra adentro si el mar se retiraba por sorpresa, o la expresión que se achacaba a los portugueses tras el terremoto de Lisboa, “non tembles, terra, que non te fago nada”.
Esta “educación” me hizo muy sensible a los riegos sísmicos (aún recuerdo cuando mi madre me explicaba qué era la “escala de Richter”) y con el correr de los años he ido comprendiendo que más que rogar a la tierra que no tiemble, lo que hay que hacer es prevenirse de unos temblores que, antes o después, llegan a todas las comarcas, incluso a aquellas como la Emilia-Romagna italiana que no temblaba desde hacía más de trescientos años.
Esta noticia, y la sospecha de que muchos de los edificios que se han derrumbado en el norte de Italia no cumplían con la normativa de construcción, me llevan a compartir contigo, amable lector o lectora, una convicción que albergo desde hace años: que de producirse un terremoto en la zona costera de Málaga y Granada, históricamente de gran sismicidad, y tras el boom constructivo de los últimos 20 años, el número de edificios dañados y el número de muertos serán altísimos.
Basta con saber que por prevención sísmica se desaconseja construir en laderas, y observar el número infinito de urbanizaciones que trampean por las colinas marítimas del Rincón de la Victoria, Nerja, Almuñecar, etc., zonas muy próximas al último gran terremoto que se produjo en la Andalucía oriental, el de 1884, conocido como el terremoto de Alhama de Granada, que destruyó pueblos enteros como el de Periana y Maro, produciendo no menos de 800 víctimas mortales y la destrucción de más de 4.000 casas y daños en otras 13.000.
Además, la mala construcción de las nuevas viviendas, la más que sospechosa laxitud en el cumplimiento de las normas antisísmicas, me llevan a temer una verdadera tragedia en la zona si, como es de esperar, antes que después, vuelve a temblar.
Me gustaría equivocarme, pero si mi hipótesis es cierta, se producirá una catástrofe de terribles consecuencias. Entonces se alzarán millones de voces aterrorizadas preguntándose como pudo ocurrir. Muchos afirmarán que nunca hubieran imaginado posible que sistemáticamente se violentaran las normas constructivas antisísmicas, clamarán contras las administraciones correspondientes (ayuntamientos y Junta de Andalucía) y volverán a anatematizar a la clase política.
Pero lo cierto y verdad es que hoy muchos lo saben, muchos más lo sospechamos, y la gran mayoría de la población muestra indiferencia al peligro. En el fondo, como los portugueses del siglo XVIII prefieren aquello de “non tembles, terra…”
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