Fue
en los noventa, tras trabar amistad con C.S.G., cuando descubrí que desde
siempre mis análisis habían sido sistémicos. Por eso, cuando reflexiono parto
del hecho de que el cambio de una parte de un sistema afecta a todo el sistema, modificándolo, aun cuando a veces sus efectos no sean observables, medibles o
cuantificables.
El
inicio de la crisis económica que nos asola, fue el detonante de la voladura de
una fantasía en la que la sociedad española venía instalada desde hace décadas. Eso
la ha convertido en una crisis sistémica, global, que ha sumido en el estupor y la
desesperación a amplísimas capas de la población.
¿Qué
sociedad hemos construido en estos años? ¿Con cuanta miseria hemos convividos
mientras nos creíamos en una Arcadia feliz y venturosa? ¿Cuántos no pensaban
hasta 2008, como los norteamericanos en los locos años 20, que en España no
íbamos a necesitar paraguas nunca más porque íbamos a vivir eternamente bajo un
sol radiante?
Y
como no podía ser de otra forma, nuestra reacción ha sido la que culturalmente
nos corresponde: culpabilizar a los demás de nuestros males.
Y
ese es, a mi entender, el gran error actual de la sociedad española. Su
confianza desmedida en la nueva política, como medicina a todos los males que
nos afligen, es de una simplicidad que espanta, y que nos profetiza nuevos
problemas a medio y largo plazo.
Y
claro que es necesaria una nueva política, un cambio de los paradigmas sobre
los que transitaba nuestro sistema político e institucional. Y esta necesidad
de cambio es una oportunidad de ser ambiciosos y atrevidos, planteando
alternativas que hasta el momento no nos hemos permitido ni soñar.
¿Pero
qué mimbres tenemos para ese nuevo cesto que contenga la nueva política? Me
temo que los mismos de siempre. La misma sociedad de siempre. Los mismos
esquemas mentales de siempre. Los mismos hábitos españoles de siempre de echar
la responsabilidad fuera de nosotros, esperando que sean los demás los que
cambien porque, está claro, yo no tengo ninguna responsabilidad sobre lo que
ocurre y por lo tanto no hay necesidad de cambiar nada.
En
esta crisis que se nos está haciendo interminable, apenas he leído o escuchado
(en tertulias, conversaciones informales, artículos, foros, redes sociales,
etc.) a ciudadanos que hayan hecho un planteamiento que contenga un ejercicio de autocrítica, identificando su cuota de responsabilidad y
comprometiéndose con medidas viables a cambiar de aquellos hábitos con los que
colaboró (por acción o por omisión) a las dinámicas sociales y económicas que
han dado lugar a esta crisis sistémica.
No
sé, cosas del tipo: yo antes si me
preguntaban si factura con IVA o sin IVA, casi siempre decía que sin IVA; a
partir de ahora me negaré a pagar sin IVA. O por ejemplo: antes pensaba que la política era cosa de
políticos, pero ahora voy a intentar informarme mejor para saber que es
realmente lo que pasa e intentar que no me vuelvan a engañar. O: yo antes no desconfiaba cuando me ponían un
papel por delante y firmaba sin leer, pero ahora me doy cuenta que era un error
y pienso leer todo antes de firmar, e incluso consultar con otros si hay algo
que no entiendo. E incluso: yo antes
pensaba que la democracia era solo votar cada cuatro años, pero ahora he
comprendido que no, y por eso voy a tomarme más en serio asistir a las
reuniones de Comunidad de Propietarios y a las reuniones de las AMPAS de mis
hijos.
Pero
no. Confortados con la consoladora doctrina de la-culpa-la-tienen-los-demás defendida por todos, incluidos los más críticos con el actual sistema político,
nadie parece asumir la necesidad de cambiar personalmente para contribuir al
cambio.
No
veo en los medio de comunicación, en el debate político o en los comentarios de
mi entorno, nuevos mimbres, una reflexión colectiva que nos hagan mejores
personas y con ello se pueda vislumbrar un nuevo pueblo, con mayores dosis de
comportamiento crítico, autocrítico y ético.
Cierto
que la sociedad española ha cambiado y ello obligará a cambiar a las
instituciones, las administraciones, o incluso durante un tiempo descenderá la
corrupción política. Pero será un cambio débil, nada vigoroso y sin un sesgo
ético. Por ello, pasados unos años, volveremos a las andadas y nada de lo
sufrido habrá servido lo suficiente. Y la sociedad española de 2025 se parecerá
peligrosamente a la sociedad española de 2005.
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