Recientemente, el
presidente uruguayo José Múgica, respondía en una entrevista de televisión que
la izquierda peca de infantil al confundir deseos con realidad. A dicha
expresión, que comparto como al parecer comparten decena de miles de personas
en nuestro país, yo le añadiría alguna
otra, como su actitud respecto a la abstención.
Cuando escucho o leo algunas
opiniones a favor de la abstención desde posiciones de izquierda, que puede
tener un sentido lógico dentro del campo del anarquismo, me recuerda a la
actitud de ciertos niños que se niegan a comer pensando que con ello fastidian
a sus padres, cuando el primer perjudicado es él mismo.
Pensar en la abstención
como castigo y en la participación como premio a la clase política supone
reconocer implícitamente que la cosa pública no es propiedad de la soberanía
nacional sino de la dirigencia política, económica y social de la Nación. En esa posición, se
establece un vínculo paradójico, donde la gestión pública es una mercadería más,
como un kilo de naranjas, un pantalón o una casa, en la que el ciudadano
renuncia a tal condición para transformarse en cliente.
Denunciando el
clientelismo, el ciudadano paradójicamente acepta voluntariamente convertirse
en un consumidor político, premiando con la compra del producto, esto es,
votando, o castigando no adquiriéndolo, es decir, absteniéndose.
Desde que los seres
humanos empezaron a interactuar en comunidades políticas se establecieron
jerarquías que gobernaban lo comunitario. Pero después de decenas de miles de
años, en los últimos cien, doscientos años, hemos sido capaces de obligar al
poder a compartirlo, pasando de súbditos a ciudadanos.
En España, tras la
irrupción del liberalismo, la lucha por el voto universal ha sido lenta y conflictiva:
primero se consiguió el voto censitario, que sólo permitía votar a quienes
detentaban propiedades y rentas; luego el voto masculino; y finalmente el voto
femenino. Al poder siempre le ha interesado que el ejercicio del voto estuviera
limitado, condicionado. Pero finalmente tuvieron que ceder ante el empuje de
los procesos democratizadores impulsados desde la izquierda.
No deja de ser una
infantilidad pensar que el poder se estremece y convulsiona con una baja
participación. Al contrario, el poder se refuerza y consolida si el voto lo
ejerce una pequeña fracción de la ciudadanía, previsible y conservadora de sus
derechos de clase, ya sea del capital, ya sea de trabajadores con estabilidad e
ingresos suficientes. A los únicos que conmociona la baja participación son las
y los políticos que no consideran lo público como un patrimonio personal, que
creen necesario que la gestión esté lo más compartida posible.
Porque la abstención no es
un castigo a la dirigencia de una nación, es el castigo que se auto inflige la
ciudadanía, renunciando a uno de los papeles más importantes que en la
actualidad disponen las sociedades para impedir al poder la inevitable
deriva totalitaria.
En un debate en twitter,
alguien recordaba que en una pedanía de León gobierna el PP con una abstención del
97%, con sólo dos voto de los cinco emitidos, dos en blanco y uno nulo. ¿Y
alguien se ha conmocionado por dicho hecho? ¿Qué problema supondría que en las
elecciones municipales, autonómicas o generales, sólo participara un 10% ó 20%
de votantes? Pues realmente no pasaría nada. Durante algún tiempo se hablaría,
se especularía sobre el tema. Pero el gobierno elegido con dicha participación
tendría toda la fuerza que la Constitución
Española otorga al vencedor de unas elecciones.
Y si hay algún desgaste no
será del poder, sino de la institución democrática, que inservible será objeto de desguace por lo poderes totalitarios del mercado y la religión.
De ahí mi concepción del
abstencionismo no anarquista como un niño mal criado que, enrabietado, no quiere
comer y piensa que está fastidiando a sus padres, que observan consternados. Por
al menos, ese niño crecerá y comprenderá que su comportamiento era absurdo. El
abstencionista no sólo no se da cuenta sino que lo considera una muestra de
inteligencia. Lamentablemente.
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