Un día, hace años, descubrí un texto del filósofo José Ortega y Gasset que decía: “A este respecto, perdónenme un recuerdo personal. Tenía yo diecisiete años cuando por primera vez hice una excursión tierra adentro de España, cosa entonces sobremanera insólita. No iba solo; me llevaba un hombre admirable, de excelente condición, el primero que ha andado toda la Península, paso a paso, cuando nadie lo hacía entonces, que era artista y crítico de arte, pero cuyo verdadero valor consistía en su vida. Y como la vida tiene esa misma elegancia de ser fungible, es decir, que desaparece conforme va siendo, el valor de la vida de Francisco Alcántara no puede ser percibido ni reconocido por las nuevas generaciones. Por eso me creo obligado a recordar su vida. Fuimos los dos a la comarca rayana entre Guadalajara y Segovia, en esa tierra de pinares donde se desgranan, como un rosario roto, una serie de pueblos de nombres encantadores: Gálvez, Villacadimia, Los Condemios, Campisábalos... En Campisábalos tenía Alcántara un gran amigo, el boticario. Este boticario parecía predestinado a su oficio por su apellido: se llamaba Morterero. En efecto, los Mortereros, de padres a hijos, regentaban la botica de Campisábalos desde el siglo XVII. Por eso, el establecimiento presentaba el aspecto de una farmacia de comienzos del siglo XVIII. Allí estaba las paredes cubiertas con tarros de Talavera, y del mejor tiempo, que es el final del siglo XVII. En sus lomos se veían, junto a los adornos azules, letras también azules que decían los nombres latinos y españoles de la vieja farmacopea: aceite de almendras dulces, en uno; acero de Madrid, en otro; la uña de la gran bestia… En un rincón estaba un pequeño anaquel lleno de menudos botecillos que contenían venenos. El anaquel estaba cerrado con una puerta de vidrio donde había pintado un ojo, el famoso ojo del vigilante del boticario. Pero lo que más me impresionó fue ver en el centro, como gobernando aquella democracia de remedios, un gran tarro de Talavera en cuya panza leí por primera vez en mi vida `Triaca máxima´.”
Se trataba de un fragmento de una de las conferencias, doce en total, que Ortega ofreció en el curso inaugural del Instituto de Humanidades (1948/1949) titulado “Sobre una nueva interpretación de la Historia Universal. Exposición y examen de la obra de A. Toynbee, A Study of History”, que encontré traducido en diversos idiomas (alemán, inglés, francés) porque al parecer, y sin que encuentre una explicación lógica, se trata de un fragmento que los profesores de castellano utilizan para sus clases.
Aquel texto llamó mucho mi interés al ser una de las pocas referencias que encontré en aquel momento del apellido familiar. Año después, y tras consultas aquí y allí, he podido aclarar dicha historia, que no deja en buen lugar la memoria del filósofo.
El viaje al que hace referencia José Ortega y Gasset lo realizó en el verano de1899, junto al periodista Francisco Alcántara, que trabajaba para el diario El Imparcial, fundado por Eduardo Gasset Artime y dirigido a finales del siglo XIX por su yerno José Ortega Munilla, padre del filósofo. Y efectivamente Alcántara conocía y era amigo del boticario Morterero, pero no en Campisábalo como recordaría Ortega 48 años después, sino en Imón.
Era Silvestre Morterero y Baquero, natural de dicha localidad y licenciado en farmacia por la Universidad Central en 1868. Tras finalizar sus estudios adquirió la botica que en su localidad natal había poseído el farmacéutico Juan Tova Cabrera, y de la que fue titular hasta su fallecimiento en 1914.
Alcántara conocía Imón antes de visitarla junto el jovencísimo Ortega. De hecho, en la edición de El Imparcial del 8 de abril de 1899, se publicó un artículo suyo, que decía “partimos para Imón, donde dedicamos un recuerdo al malogrado pintor Juan Baquero, y pudimos admirar en la farmacia del Sr. Morterero el botamen de riquísima loza española del siglo XVI en perfecto estado de conservación.”
El viaje que Ortega recordaría casi como iniciático, fue ese mismo verano de 1899, tal y como recogió la edición del 13 de agosto de aquel año el semanario “Flores y Abejas” de Guadalajara: “El ilustrado redactor de El Imparcial don Francisco Alcántara veranea actualmente en Imón y el mes de Septiembre lo pasará en Atienza”.
Pero Silvestre Morterero y Baquero, primo hermano de mi bisabuelo Benito Morterero de Agustín, no era descendiente de un largo linaje de boticarios. A Ortega sus recuerdos le jugaron una mala pasada, ya que el padre de Silvestre, Toribio Morterero y Cano, natural de Valdearenas, descendía de una familia de la baja nobleza agraria de la provincia de Guadalajara, con propiedades en las Tierras y Común de Hita y Atienza, así como en Peñafiel, provincia de Valladolid.
Hoy en día, la botica de Imón que visitara Ortega se ha convertido en hotel rural, y de su señero botamen no se tienen noticias.
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