Hoy nos hemos desayunado con la información del incendio del Instituto
de Información Científica sobre Ciencias Sociales de Moscú, dependiente de la
Academia Rusa de Ciencias (Институт научной информации по общественным наукам,
русский академии наук - ИНИОН РАН), y con ella su biblioteca, que según la BBC
es una de las mayores del país, en la que se han destruido millones de
documentos, aunque las autoridades han informado que los documentos más
valiosos no se habían visto afectado.
Como amante de los libros, en los que he encontrado muchos de los
mejores momentos de mi vida, siento este tipo de catástrofe como si fuese algo
que ocurre en mi entorno familiar y social, aun cuando el incendio se haya
producido a miles de kilómetros de mí, como es este caso.
Fue sin duda esa sensación de pérdida la que me llevó hace años a la
compra en cuanto lo vi, de la Historia universal de la destrucción de libros,
del venezolano Fernando Báez, en una edición de Destino, cuya lectura
recomiendo. Báez en el prólogo explica las razones que le llevaron a
escribirlo:
“Nuestra memoria ya no existe. La
cuna de la civilización, de la escritura y de las leyes, ha sido quemada. Sólo
quedan cenizas” Escuché este comentario a un profesor de historia medieval en
Bagdad, a quien detuvieron pocos días después por pertenecer al partido Baas.
Cuando lo dijo, abandonaba la moderna estructura de la Universidad, donde
habían saqueado, sin excepción, los libros de la biblioteca, y destruido aulas
y laboratorios. Estaba solo, junto a la entrada, cubierto por una sombra sin
pausas, y acaso pensaba en voz alta, o no pensaba, sino que su voz también era
parte de ese largo, interminable y sucesivo rumor que es a veces Oriente Medio.
Lloraba al mirarme. Creo que espera a alguien, pero quienquiera que fuese nunca
llegó y en pocos minutos lo vi alejarse, sin rumbo, bordeando un enorme cráter
abierto por un misil junto al edificio.
Horas más tarde, sin embargo, uno
de sus estudiantes de historia dio sentido a su frase cuando se acercó y me
abordó, con ese aire de autoridad que da el sufrimiento. Llevaba una bata
marrón, sandalias, usaba gafas y, a pesar de la barba recortada, era bastante
joven, tal vez veinte o veintidós años, una excelente edad para quejarse. No
miraba de frente, ni hacia ningún lado, y de hecho ni siquiera sé si miraba. Me
preguntó por qué el hombre destruye tantos libros.
Hizo su planteamiento con calma, prosiguió
con una cita que no parecía recordar bien, hasta que se le agotaron los
adverbios y dijo que durante siglos Irak había sufrido expolio y destrucción
culturar. <<¿Usted no es el experto?>>, me preguntó con ironía.
[…]
No sé por qué me sentí tan
impotente y por qué ahora, pasados los meses, persiste aquel incidente en mi
memoria, lo cual, en el fondo, corrobora que acaso no entendí nada y que todo
esfuerzo de razonar ante el horror es inútil y equívoco. Pero, aún así, pienso
que debería esbozar una justificación que recupere el valor de esa pregunta del
estudiante bagdadí a partir de mi propia experiencia. Esta introducción no
pretende nada más. Ni nada menos.
Hay destrucciones de bibliotecas fortuitas, otras criminales por la
intención o por la indiferencia de los que están llamados a protegerlas. Según
Baez, a lo largo de la historia, la destrucción voluntaria de libros ha acusado
la desaparición de un sesenta por ciento de los volúmenes, y el otro cuarenta
por ciento debe imputarse a factores heterogéneos como desastres naturales,
accidentes, animales, cambios culturales y los materiales sobre los que se han
editado.
En Sevilla tenemos algunos ejemplos por los que la desidia, la avaricia
o la incultura han impedido que nuestra ciudad disfrute de un patrimonio
bibliográfico único.
Sin duda uno de los más sangrantes lo encontramos en la biblioteca de
Hernando Colón, hijo del Almirante, que dedicó toda su vida a atesorar una
maravillosa biblioteca en su casa palacio situada junto a la puerta de Goles,
al poniente de la ciudad. Según Klaus Wagner, la intención de Colón fue la de crear en
Sevilla una biblioteca del saber universal de su tiempo. Para ello dejó en su
testamento unas instrucciones muy claras para su mantenimiento, organización y
uso, pero la avaricia y la estulticia de sus herederos provocaron su destrucción,
que por cierto Báez no recoge en su obra. Sólo se conserva una quinta parte de
sus fondos con el nombre de Biblioteca Colombina bajo gestión de la Iglesia
Católica.
Otro caso lo encontramos en la magnífica biblioteca del marqués de
Jerez de los Caballeros, considerada la segunda mejor de España tras la
Biblioteca Nacional y que fue vendida a Archer Milton Hintington, y si bien
gracias a esa venta se evitó su dispersión como ocurriera con la de su hermano duque de T´Serclaes, significó una pérdida irreparable
para la ciudad y una enorme suerte para la de Nueva York, destino final de
miles de libros que engrosaron el magnífico patrimonio de la Hispanic Society.
Fue en la década de los 20 del siglo XX, y la ciudad ensimismada fue incapaz de
sacar músculo y asegurar que se quedara en Sevilla, nutriendo la de su
Universidad o alguna nueva creada ex profeso.
Pero esa apatía, esa estulticia social y política se mantiene hoy en
día. Y recientemente lo podemos comprobar en la inane gestión de las
bibliotecas municipales de Sevilla por parte del actual gobierno municipal, que
mantiene cerradas y con falta de personal alguna de ellas, habiendo metido por
sectarismo en un cajón el Plan Director del anterior equipo de gobierno,
dejándolas abandonadas a su suerte.
Incluso en la era digital, una sociedad sin libros y sin bibliotecas es
una sociedad sin futuro. Y muchos aún se preguntan del retraso secular de
Sevilla.
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