Pocas
cosas hay en la vida que me enerven más que la dichosa expresión mi verdad. Las primeras veces que la
escuché fue en programas que llaman del corazón, pero para sorpresa y escándalo
mío, he terminado leyéndola y escuchándola por todas partes, incluso en
programas informativos.
Cierto que la expresión mi verdad es muy
afortunada como estrategia de comunicación, ya que por un lado es tajante y da
verosimilitud de una afirmación, y por otra evita la contradicción con
cualquier otra versión de los hechos.
Porque
realmente, cuando se dice mi verdad
de lo que se trata es de una versión de los hechos, tan legítima o ilegítima
como cualquier otra. Y que posiblemente unida a otras muchas versiones puedan
ayudarnos a tener una idea cabal de la verdad.
Soy
consciente que la verdad es inconmensurable, indescriptible. A lo más que
podemos aspirar los seres humanos es a obtener una versión más o menos prolija,
que aceptemos que se aproxima a una verdad siempre inaprensible, intuida.
Otra
de las imbecilidades que se suelen escuchar es que la verdad judicial es la verdad verdadera.
Muchos son los casos, y en este mismo blog he podido recoger algunos, que verdades judiciales han sido desmontadas
meses, años después, por pruebas que demuestran que las mismas eran realmente una
mentira judicial.
Acepto
que la verdad judicial nos es fundamental a la hora de sobrevivir en este
mundo. Una sentencia judicial que afirma como probados determinados hechos nos
pueden ayudar a superar un dolor profundo, especialmente si se trata de la
víctima. Pero argumentar que no se puede cuestionar esa verdad judicial es un
desatino.
Ahora
bien, cuestionar con argumentos una verdad judicial no significa que la verdad
esté más cerca de mi versión que la de la propia sentencia. Y por eso hay que
ser siempre prudentes en nuestras propias convicciones.
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