Con los años llega uno a comprender que en la infancia vemos el mundo como algo inmutable de personas y paisajes que están ahí, como si hubieran estado desde el principio de los tiempos. Son las pérdidas que van alcanzándote las que te llevan a descubrir que ese mundo infantil era, en el mejor de los casos, un fugaz espejismo que la vida va arrebatándote.
Soy un hombre afortunado. El familiar más cercano fallecido, Manolo, lo hizo siendo yo un recién nacido, y tardé varias décadas en comprobar que la muerte también llegaba hasta mi sueño infantil, poblado de padres, hermanos, tíos y primos.
Nos arrebató, uno a uno, a los más mayores, a Paquita, a Miguel, a Enriqueta, a Isaac, a Benito, a Justita, a Emilio, a Carmenchu, a Clemente, a Manoli, a mi padre, pero también a algunos de nosotros, a Maricarmen, a Justo, incluso a la pequeña Cristina, que por derecho debía habernos sobrevivido.
Hoy has partido tú, Lala. Eras otra de esas personas que siempre estuviste allí, en el bosque Diplomático, en el Gorriti, en Punta Cires.
Estabas allí, detrás de esa malla metálica que separa el patio infantil de los mayores de bachillerato, cuando te reíste junto a tus amigas cuando dije “No cabo” al intentar atravesar la valla que nos separaba. Aún recuerdo la ira que me embargó en aquel momento.
Nos llevábamos nueve años, y un género de diferencia (los chicos con los chicos, ya sabes...) por lo que Iñaki y Javier tenían más presencia en mi vida que tú, que Arancha y o que Pili. Pero no puedo dejar de recordar aquellos días sin verte ahí, siempre presente, hasta que te fuiste a estudiar fuera.
Fuiste protagonista, y te has ido sin saberlo, de un momento del que siempre me sentí muy orgulloso. Fue en sexto, creo recordar, cuando hiciste las prácticas en el Ramón y Cajal. Mi madre me dijo: En clase Lala será tu maestra, no tu prima. Y allí estuve, comedido, sintiéndome grande al no demostrar a nadie que la joven profesora era mi prima.
Luego la vida nos alejó y nos volvió a acercar, como esas olas mansas que había en la playa cuando no corría el levante.
Tu trabajo, nuestro retorno, y nuestras vidas impusieron un abismo espacial, que nunca sentí que nos volviera desconocidos.
Las redes nos llevó a recuperar una cotidianeidad que no tuvimos ni siquiera durante aquellos años de la infancia y la primera juventud, falsa sin duda, pero que nos permitía saber que aquella infancia existió, que ese mundo seguía ahí, en La Haya, en bulevar de París, en San Francisco. En esos largos domingos, en aquellas pequeñas multitudes familiares.
A penas nos vimos tres de veces en los últimos años, despidiendo a nuestra querida Justita, aquellos días que pasaste en nuestro piso después del homenaje al abuelo Justo en el cementerio de Écija, y el penúltimo verano, cuando ya habías recorrido un largo campo de la enfermedad que finalmente te nos ha arrebatado.
Pero siempre sentí esa misma confianza, esa cercanía vital y emocional que nunca sabré si era real, pero que para mí valía todo el oro del mundo.
Ya no estás. Y sería egoísta por mi parte querer parecer que seré el que más te extrañe. Pero, créeme, contigo se va un trocito de mi paraíso infantil, el que siempre será nuestro verdadero reino.
Que la tierra te sea leve, querida prima.