Los
aranceles de Trump sigue la misma lógica que el brexit: la huida
haca adelante de un neoliberalismo que muestra su fracaso en las
sociedades que lo vieron nacer.
Un post neoliberalismo que en el caso de Estados Unidos pone punto
final al “siglo americano” que comenzó en 1945.
De
todos los análisis que he leído en los últimos meses sobre la
política arancelaria impulsada en su segundo mandato por parte del
presidente de Estados Unidos de América, Donald Trump, ninguno
establece una relación causal entre el brexit y la política
comercial del mandatario estadounidenses.
En una
reciente entrevista en eldiario.es, el politólogo francés Pascal
Boniface declaraba certeramente que “Trump no es sólo un imbécilque se enfada, hay un proyecto político detrás”, es decir, que
más allá de su histrionismo narcisista, el “trumpismo” configura
un nuevo proyecto político que desborda al neoliberalismo de Milton
Friedman.
Y es
que desde principios del siglo XXI, incluso desde ámbitos
neoliberales se ha tomado conciencia del fracaso del contrato social
neoliberal que impulsaron Ronald Reagan y Margaret Thatcher, en
Estados Unidos y Reino Unido, respectivamente, y que arrastraron al
resto del mundo.
Cualquier
contrato social es una promesa de más riqueza y bienestar, al que a
veces se une los conceptos de justicia y libertad. Su incumplimiento
supone el fracaso del mismo, e inevitablemente provoca la respuesta
social que lleva a su derrota. Esto fue, en definitiva, lo que
ocurrió en la Unión Soviética, cuando el contrato social soviético
fue incapaz de ofrecer los niveles de bienestar que había prometido.
¿En
qué se basaba el contrato social neoliberal? Fundamentalmente que la
desregulación, las bajadas de impuestos, la reducción del Estado (a
solo el ejército y el sistema judicial, defendía Friedman), la
libertad de movimientos de capitales y la globalización provocaría
un aumento de la productividad de la economía y la bajada de la
inflación. Un círculo “virtuoso” que efectivamente aumentaría
la riqueza de las élites para que a la postre, cual “lluvia fina”,
terminara empatando de riqueza a toda la sociedad.
Tras
los años 70 y 80, con altas tasas de inflación y destrucción de
empleo por la crisis del petróleo, las propuestas neoliberales
fueron parcial o totalmente aceptadas, no sólo por las fuerzas de
derechas y conservadoras sino también por parte de las fuerzas de
izquierda, socialistas e incluso comunistas, resumida por Deng
Xiaoping, presidente en aquella época de la República Popular
China, en la famosa frase “Gato negro, gato blanco, que más da si
caza ratones”.
La
primera parte del axioma se cumplió: la bajada de impuestos, el
desmantelamiento de los Estados y la deslocalización industrial de
la globalización contribuyó a una mayor riqueza de las élites.
Pero para el conjunto social los efectos positivos fueron parciales y
sólo al principio.
En
Reino Unido, donde se inició la revolución “neoliberal”, la
venta de las viviendas públicas a sus alquilados por los gobierno de
Thatcher y Major, por ejemplo, generó un falso espejismo a cientos
de miles de familias trabajadoras que pasaron a ser “propietarios”.
O la venta de acciones de las empresa públicas a las clases medias y
populares creó una supuesta nueva clase de accionistas obreros, que
de alguna forma resonaba en sus mentes como la marxista toma de los
medios de producción por parte de la clase obrera.
Pero
la realidad es que la constante bajada de impuestos en el Reino Unido
durante décadas significó la degradación de los servicios públicos
hasta niveles insostenibles y las fracasadas privatizaciones como la
de los ferrocarriles se han convertido en una trampa de precios altos
y servicios ineficientes. Además, la deslocalización de las
industrias y las políticas antisindicales, provocó una bajada
salarial brutal y la desertificación de las otrora fundamentales
zonas industriales del Reino Unido.
La
respuesta natural habría sido un movimiento contrario: aumento de
impuestos a los más ricos, más regulación estatal y mejorar la
capacidad de negociación de los sindicatos, para provocar el aumento
salarial.
Pero
previsoramente, las fuerzas conservadoras “inventaron” un enemigo
externo sobre el que cargar las culpas y fracasos de las políticas
neoliberales: la Unión Europea. Desde ese momento, el problema no
era la insuficiencia fiscal del Estado tras cuarenta años de bajadas
de impuesto, el abuso de las élites tras la desaparición de las
regulaciones que protegían a las clases trabajadoras, ni la
depredación de los enormes capitales que cuales mangostas llegan,
explotan y abandonan el territorio tras esquilmar todos los recursos.
No, el problema era una Unión Europea que “robaba” al Reino
Unido y unos inmigrantes que se aprovechaban del Estado de Bienestar
británico. Y consiguieron que una parte importante de los antiguos
votantes laboristas apoyaran el Brexit.
En
Estados Unidos, la situación económica a partir de la crisis de
2008 era mucho peor que la del Reino Unido. La triada que lleva al
desastre a la gran república, ha sido los crónicos déficit debido
a la brutal bajada de impuestos a las grandes fortunas, el
consiguiente aumento desmesurado de la deuda pública y un gasto en
la maquinaria de guerra claramente desproporcionada para un mundo
donde ya no había enemigos.
Datos
escalofriantes de la situación de Estados Unidos es la tasa de
mortalidad infantil, en el puesto 56 según el Banco Mundial (2023),
con países por delante como Rumanía, Sri Lanka, Macedonia del
Norte, República de Corea, o Bielorrusia, por ejemplo, cuando es el
cuarto país del mundo por gasto sanitario por habitante (2022, Banco
Mundial), y siendo los tres primero, por este orden, Afganistán,
Tuvalu y Nauru.
En
cuanto al gasto en defensa, Estados Unidos gastó en 2023 un total de
861.633 millones de dólares, un 7,18% más que el año anterior,
representando el 3,34% de su PIB. Por contra, en infraestructuras,
Estados Unidos gastó en 2019 el 2,5% de su PIB, frente al 4,2% que
gastó en la década de 1930. En 2017 se publicó que “2.000 presas
podrían romperse, 56.000 puentes al igual que dos de cada diez
calles están en mal estado. Para cada hogar estadounidense los
costes de los baches, las desviaciones, las obras y los costes por
trenes que no funcionan, ascienden a 3.400 dólares anuales”. El
plan bipartidista de infraestructuras de Biden de 2021, ha mejorado
algo la situación pero aún se calcula que hacen falta “3,7
billones de dólares durante una década” según el informe de 2025
de la Sociedad Estadounidense de Ingenieros Civiles.
¿Cómo
es posible que esta precariedad de las infraestructuras de Estados
Unidos si de 1980 a 2023 se ha pasado de una deuda del 41,18% del PIB
al 118,73%? Pues a que toda esa deuda, realmente inmanejable, se ha
utilizado en compensar las rebajas de impuestos y el aumento de la
maquinaria de guerra.
Además,
las multinacionales y los grandes fondos de inversiones se han
beneficiado durante décadas de la desregulación y la globalización,
deslocalizando la industria a países con salarios más bajos,
fundamentalmente México y Asia. Es decir, el déficit comercial
estadounidense es provocado por la estrategia neoliberal de sus
propias empresas para maximizar sus beneficios.
Es
lógico que la sociedad norteamericana, como la del Reino Unido en la
década pasada, esté claramente preocupada por su futuro. La
solución pasa, naturalmente, por una mayor regulación pública,
mayores ingresos fiscales para reducir el déficit, gastar mucho
menos en la maquinaria de guerra y más en infraestructuras civiles,
construir un sistema sanitario al estilo del de Canadá o el de los
países de la Unión Europea, y mejorar la capacidad de negociación
de los sindicatos para aumentar los salarios. Es decir, hacer una
enmienda a la totalidad al proyecto neoliberal de Ronald Reagan y
apostar por un proyecto socialdemócrata como el de Franklin D.
Roosevelt.
Así
lo reconoció Francis Fukuyama,
quien afirmó en 2018 que “los neoliberales fueron demasiadolejos. Ahora hacen falta más políticas socialdemócratas”.
Pero
eso sería reconocer las mentiras del pasado y obligar a las grandes
multinacionales norteamericanas, a los grandes fondos de inversión y
a las élites a devolver ingentes recursos esquilmados durante
décadas. La respuesta del neoliberalismo estadounidense ha sido
mutar para proteger la enorme riqueza conseguida de forma espuria.
Ahora
el problema es el “globalismo” supuestamente “woke”, todo un
acierto de la ingeniería neurolingüística para ocultar lo evidente:
que la “globalización” neoliberal es uno de los responsable de
la deslocalización industrial norteamericana y la desaparición del
empleo industrial.
Al
igual que en el Reino Unido se inventó un enemigo, la Unión
Europea, para justificar el brexit, en Estados Unidos se han
inventado que el mundo entero es el enemigo, con frases como “el
mundo nos roba” y justificar así uno de sus instrumentos estrella:
los aranceles.
Estos
fuegos de artificio impiden reparar en lo principal: el proyecto
presupuestario presentado al Congreso por Trump, que reduce los
impuestos en aproximadamente 5 billones de dólares, y añadirá
aproximadamente 5,7 billones de dólares a la deuda del Gobierno
federal durante la próxima década.
Tras
la reciente reunión con primera ministra italiana Giorgia Meloni,
Trump declaró que “No tenemos prisa (…) los aranceles nos están
haciendo ricos” añadiendo que “perdíamos mucho dinero con Biden
(…) y ahora todo ha cambiado” añadiendo que Estados Unidos está
“recibiendo billones y billones de dólares” como resultado de
los aranceles comerciales globales impuestos a países como China y
Canadá.
La
realidad es que según datos del Departamento del Tesoro, se sugiere
que los ingresos por aranceles son muy inferiores a los necesarios
para compensar los efectos de la extensión de los recursos de
impuestos.
Pero
es que en el caso de que lo hicieran, significaría un nuevo expolio
de la sociedad norteamericana, ya que los aranceles son impuestos que
paga la sociedad no para mejorar la situación, extremadamente
deteriorada, sino para aumentar los beneficios de las grandes
multinacionales, los grandes fondos de inversión y las élites.