lunes, 19 de octubre de 2009

El vínculo que llegó del frío

Un día, las y los españoles nos levantamos y nos enteramos que teníamos un vínculo muy especial, con nombre de anticiclón o borrasca. Un vínculo que apareció de la nada, pero sobre el que hablaban personas muy serias, con gestos muy serios. Me tengo por una persona documentada (leo revistas de historia contemporánea desde los 8 años, y la prensa diaria y semanarios desde los 13, 14 años ¡incluida la revista Época!) y hasta que llegó el sr. Aznar al gobierno de la Nación no me enteré que la sociedad española teníamos eso del “vínculo transatlántico”. Al principio pensaba que era algo así como la virginidad de una adolescente, porque siempre que algún intelectual de derechas verbalizaba el término iba asociado a otros como respeto, fortalecimiento, conservación, etc.
Pero no, no hacía referencia a la virtud de ninguna vestal, sino que era algo así como una lealtad que debíamos a los Estados Unidos por habernos salvado de comunismo.
Para los que como a mí en su momento, eso del “vínculo transatlántico” le suene a chino, les recomiendo el artículo de Jesús R. Bacas Fernández que con el título “Fundamentos históricos del vínculo transatlántico. Desde la firma del tratado de Washington hasta la caída del Muro de Berlín” fue publicado a mediados de la década en el número 72 de las Monografías del CESEDEN (Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional) dependiente del Ministerio de Defensa.
Pero en este post no reflexionaré sobre el dichoso vínculo sino como, al modo de la fe del converso, el “vínculo transatlántico” parece haber poseído a la derecha más viajada e invitada a los Think Tanks conservadores.
Comprendo que tras la muerte del dictador, nuestra derecha franquista devenida a derecha democrática se encontraba huérfana de padres con cierto pedigrí intelectual democrático y en cambio sobrada de abuelos y tíos intelectualmente fascistas como Ramiro de Maeztu, Dionisio Ridruejo y algunos más. Cuando José María Aznar llegó a la presidencia del PP, toda una pléyade de neoconservadores, neodemócratas y neoliberales visitaron en masa los laboratorios de ideas del Reino Unido y los Estados Unidos, buscando aire fresco de intelectualidad demócrata-conservadora que en la tradición hispánica no encontraban.
Y entonces se produjo el milagro: descubrieron que la solución para sus fantasmas filofascistas pasaba por dejar en blanco la historia española desde el desastre de Cuba y, a modo de patchwork, coserla a la historia anglosajona. Por eso, en el discurso de nuestros intelectuales de derechas la casi totalidad del siglo XX se ha evaporado. Deja de existir la derrota de 1898 cuando Estados Unidos de América aprovechó la debilidad de la Restauración para consolidarse como potencia mundial montando el numerito del Maine; ni queda rastro el odio africano, y nunca mejor dicho, de los militares africanistas hacia la gran república de Norteamérica no solo por despojarnos de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, no solo por hundir la flota del Almirante Cervera, sino también por la humillación de firmar el Tratado de París ante la amenaza de ocupar Canarias, Cádiz y Ceuta (por cierto, el faro metálico de la isla de San Sebastián en Cádiz, sustituyó a uno de obra derribado en 1898 ante este temor).
En la mente de nuestros neos se esfuma el odio numantino del General Primo de Rivera contra las multinacionales norteamericanas del petróleo a las que acusaba de haber provocado su derrocamiento tras crear la Compañía Arrendataria del Monopolio del Petróleo S.A. (CAMPSA) en los años 20, odio que por cierto heredó su hijo José Antonio Primo de Rivera.
En la mente de nuestros neos desaparece igualmente el bloqueo de las democracias occidentales al régimen de Franco tras el fin de la II Guerra Mundial, la humillación de ver pasar de largo el Plan Marshall, y el ninguneo de Hassan II con el apoyo de los norteamericanos en el postrer desastre colonial del Sahara en 1975.
En la mente de nuestros neos, el antisemitismo franquista se disuelve como un azucarillo en la labor denodada de unos cuantos diplomáticos del régimen que se arriesgaron al salvar a miles de judíos utilizando una ley de tiempos de Alfonso XIII. Esta meritoria labor humanitaria de un puñado de buenas personas ha permitido transformar al Franco paladín panarabista, que nunca reconoció al Estado de Israel, en un sionista de pro. Y de paso transformar, sin sentimiento del ridículo, a nuestros intelectuales y políticos conservadores y antisionista en defensores de la causa sionista, tal y como se les exige desde los ámbitos conservadores anglosajones. Ejemplo reciente lo tenemos en Cesar Augusto Asensio, antisionista manifiesto en 1979 y hoy profundamente prosionista. Este in albis mental les permite la osadía de acusar de antisionismo a la izquierda socialista española, a pesar de que el PSOE es un socio histórico del Partido Laborista israelí en la Internacional Socialista.
En la mente de nuestros neos, todo eso desapareció, y emergió, como una luz pura, cristalina y diáfana, el vínculo transatlántico, que hay que mantener cual llama sagrada del Olimpo.
¿Pero de que nos están hablando estos neos? El vínculo transatlántico hunde sus raíces en la liberación del fascismo en Europa en 1945, y por lo que yo se, FAES mediante, el fascismo hispano se prolongó hasta 1978. El vínculo transatlántico florece por la amenaza del comunismo hacia las democracias de Europa tras la segunda guerra, pero ni la España de la época era democrática ni los comunistas nos amenazaban de nada (aún recuerdo un planito de los años 70 en el que se cuantificaba el tiempo que tardarían en llegar los tanques soviéticos a cada uno de los países de Europa; en nuestro caso la flechita pasaba sobre nuestras cabezas hasta señalar Gibraltar, lo único que le interesaba ocupar a los rusos y lo único que le interesaba defender a la OTAN).
A lo más que puede la derecha española agarrarse es al “lacito transatlántico” de los acuerdos firmados entre Estados Unidos y España en 1953, que supuso la salvación in extremis del régimen franquista y comida para millones de españoles (que no fue poco), pero que significó una patada más en el orgullo de la derecha española. El vínculo transatlántico comienza para España tras su ingreso en la OTAN, cuando ya nos habíamos liberado nosotros mismos del fascio y la URSS era ya solo una amenaza para sí misma.
Si fuéramos ingleses, franceses, alemanes o italianos, sería de bien nacido sentir respeto intelectual e incluso emocional por el vínculo transatlántico. Pero resulta que somos españoles, aquellos españoles que tuvieron que aguantar casi cuarenta años de dictadura franquista porque los Estados Unidos de América en vez de liberarnos en 1945 del yugo fascista lo dejaron sobrevivir treinta años más al llegar a la conclusión que Franco solo era perjudicial para los propios españoles.
Comprendo la orfandad intelectual de la derecha española y la mala conciencia que les produce su pasado franquista. Pero falsificar la historia, hacerla desaparecer y santificar un vínculo completamente extraño para la realidad española es, como ya se dijo, peor que un error: es una estupidez.

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