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viernes, 27 de junio de 2014

Generación quemada

En este rosario de situaciones que me sorprende, escandaliza o deprime en que se ha convertido este blog por mor de la crisis, se encuentra la firme convicción de que el tiempo actual es el peor para la juventud.

Esta afirmación, muchas veces promovida y validada por personas de mi edad e incluso mayores, viene a certificar que en el pasado la juventud no se enfrentaba a desafíos tan dramáticos como los que actualmente se enfrenta la juventud española, entendida como tal incluso los que superan los 30 años.

Pero esa afirmación, por mucho que se dé por cierta, no deja de tener tantos matices que casi la hacen incierta.

En las geniales tiras de Mafalda, del insuperable Quino, encontré de nuevo unas viñetas, de finales de los sesenta, que nos desenmascara esta realidad. En la misma, Miguelito le pregunta a Mafalda: Decime, la “generación quemada” de la que se habla tanto… no tiene nada que ver con la nuestra ¿no? A lo que la niña más famosa de Argentina le responde: No, nosotros venimos después, lo que lleva al niño a repreguntar: Ah, ¡y cuando se supone que nos falta para empezar a chamuscarnos? Cada generación, posiblemente desde los sesenta, se ha auto considerado quemada o perdida y ha pensado que no vivirían mejor que la anterior.

Hasta mediados de los 70, la emigración a Europa era la válvula de seguridad que impedía que la insuficiencia de oferta laboral para el baby boom de finales de los cincuenta provocara la implosión del régimen franquista. La crisis del petróleo disparó en España el desempleo en general y el juvenil en particular, ya que los mercados europeos se cerraron a la mano de obra barata española. Fue entonces cuando Felipe González llegó al gobierno en 1981 prometiendo 800.000 puestos de trabajo, que desde luego no llegaron hasta finales de la década. Es la generación quemada de mis hermanos mayores, para los cuales el futuro laboral en España era negro, muy negro.

Mi generación quemada llegó de mano de las movilizaciones estudiantiles de 1986/87, las del Cojo Manteca, en las que ya participé activamente, al punto que en los últimos días tres compañeros y amigos míos y yo conseguimos desalojar de alumnos los Salesianos de Málaga, cosa que según los profesores nunca había ocurrido en tal centro, y que me consta que no ha vuelto a pasar. Ya entonces sentía que para mí había poco futuro en España y de hecho en la Universidad estuve buscando becas para estudiar fuera de España. Pero me enrolé en las movilizaciones sindicales de 1988 contra el Plan de Empleo Juvenil, a través del cual pretendía imponer Felipe González un contrato para jóvenes con salarios más bajos, y que finalizó en la Huelga General del 14-D.

En mi caso continué participando en movimientos juveniles y viví la crisis de 1993, que disparó nuevamente el paro juvenil tras los años intensos de la entrada en la Comunidad Europea y la celebración de la Expo92 y las Olimpiadas de Barcelona. En aquellos años los jóvenes nos preguntábamos como diablos nos íbamos a emancipar y llegó James Petras y su famoso Informe, en el que afirmaba en 1996: Lo más importante para mi investigación era el rostro humano de la "modernización" de Felipe... Descubrí otro mundo que las estadísticas del gobierno y la investigación académica pasaban por alto: los millones de jóvenes trabajadores españoles que quedaban marginados del empleo estable y bien pagado... de por vida.

Pero precisamente fue unos años después, a finales de la década, cuando la economía española empezó a inflarse gracia a los bajos tipos de interés provocados por la llegada del euro y la necesidad de Alemania de digerir la fagocitación de la República Democrática Alemana. Fueron los alegres años 2000, pero no para los jóvenes, ya que hacia la mitad de la década se hicieron tristemente famosos los mileuristas, jóvenes muy cualificados con contratos precarios e ingresos por debajo de la media.

Y la década finalizó con la crisis de Lehman Brothers, la explosión de la burbuja inmobiliaria y los reformazos laborales donde una vez más los jóvenes lo han vivido con especial virulencia.

¿Alguien puede decirme cuando la juventud española ha dejado de ser la generación quemada?

Por eso me irrita sobremanera escuchar los discursos catastrofistas, no de los jóvenes que tienen derecho a construir su propio discurso auto-referencial, sino de los adultos de mi edad o mayores, porque mienten. Nunca España, aquejada de una endémica falta de empleo, ha sido la madre sino la madrastra de su juventud. Por eso, la actual juventud podrá asumir su protagonismo de la misma manera que las anteriores.

Imagino que la fotografía de una juventud sin futuro en la que se empeñan los adultos, y que refuerza la autoimagen de la juventud sobre su futuro, tiene algo de catártico para muchas personas de mi edad. Pero es falsa la idea de que hoy un joven lo tiene mucho peor que un joven de mi época. Y convencerles de lo contrario, aunque sea para mostrar empatía, es el peor regalo que podemos hacerles.
           
La juventud actual tiene un desafío enorme y una misión ilusionante: conseguir que la próxima generación de españoles no se consideren la generación quemada. Algo que desafortunadamente nosotros no conseguimos.

martes, 13 de octubre de 2009

Abucheo a la "autoridad"

Hace unos días, se conoció la decisión de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional de apoyar el rechazo de la querella presentada por la ultraderechista Fundación Denaes, por los pitidos que se produjeron en presencia de Juan Carlos I durante la final de la Copa del Rey y que muchos interpretaron como gesto contra el jefe del Estado.
La Sala de lo Penal considera que no es “ejemplo ni de educación ni del civismo mínimo exigible para ser respetado” aunque no puede considerarse delitos de ultraje a la Nación española, injurias al rey o apología del odio nacional.
Por eso mismo, los abucheos al presidente del gobierno de la Nación entra en el campo del derecho a la expresión que ampara nuestra Constitución de 1978. Aunque ello no es obstáculo para señalar que, en mi opinión, se trata, parafraseando a Marx, del “lumpen fascistoide” que aún puebla nuestras ciudades y villas.
No obstante, me gustaría analizar este tipo de manifestaciones desde la óptica del respeto a la autoridad. Muchos estamos de acuerdo que uno de los problemas de la convivencia de los menores en las aulas y fuera de ella es la deslegitimación que se ha producido en los últimos treinta años de la figura de profesores y padres, y que ya traté en dos post anteriores.
Algunos medios de comunicación con sus titulares (“Zapatero desprecia los abucheos porque `forman parte del rito´” recoge la edición de papel el ABC de hoy) o columnas de opinión (como Ignacio Camacho cuando afirma “Tampoco pasa nada por unos gritos de repulsa —ayer fueron especialmente intensos en decibelios— y unos silbidos a destiempo” o en El Puntero de La Razón “no se puede caer en el error de sustraerle al ciudadano el derecho de expresar su descontento con la política del Gobierno”) contemplan el abucheo a Rodríguez Zapatero desde una óptica de simpatía contenida: no está bien, pero es que se lo merece.
A su vez, estos mismos medios y articulistas claman contra la falta de respeto hacia el profesorado al mismo tiempo que aplauden las propuestas de la señora Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid, que pretende garantizarles su autoridad alzándolos veinte centímetros sobre el suelo.
A mi me gustaría saber que efecto puede tener en un niño o en un adolescente (cuyo impulso primario es sobrepasar los límites que se le impone) escuchar en los medios de comunicación, e incluso en sus casas, la comprensión hacia los que abuchearon al presidente del gobierno. Posiblemente la conclusión a la que llegue sea que abuchear a sus profesores, burlarse de ellos y ningunearlos entra dentro de lo “correcto” y que con un poco de suerte, si lesiona a un profesor, el ABC titulará su hazaña: “El profesor provocó al alumno, el cual se tuvo que defender”.
Si queremos evitar una sociedad esquizofrénica con dobles lenguajes, que vuelve loco a cualquiera y más a niños y adolescentes, debemos esforzarnos en mantener un discurso y comportamiento socialmente coherente. Si consideramos necesario reforzar el respeto democrático a la autoridad debemos, en primer lugar, articular un discurso de respeto hacia el que lo ejerce, y en segundo lugar, no confundir firmeza en la crítica con zafiedad, insultos y bufonadas.
A menos, claro, que lo importante sea purgar nuestras frustraciones postraumáticas del 11-M. Entonces, ¡adelante!, ancha es Castilla.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Autoridad y autoritarismo

En el debate actual, que viene de lejos, sobre la pérdida de valores de la juventud (dicho así, en general, englobando a niños, adolescentes y jóvenes) se está imponiendo un discurso que bajo la excusa de la necesidad de “autoridad”, pretende imponer un añorado “autoritarismo” a la vieja usanza.

Focalizar el problema de la “juventud” en la pérdida de autoridad del profesorado es igual de demagógico que la afirmación de un representante de la patronal andaluza CEA que afirmó, tan campante, que el problema de la adicción a las drogas se debía al hedonismo de la juventud y las familias desestructuradas.

Pero ello no es óbice que la pérdida de autoridad en nuestra sociedad es patente, no solo en la escuela. El problema, como siempre, es la justificación del que niega dicha autoridad a quien antes la tenía. Los mismos que se quejan de la falta de reconocimiento de la autoridad hacia los profesores, utilizan gruesas descalificaciones rayando o sobrepasando el insulto hacia el presidente del gobierno de la Nación.

Es cierto que la autoridad se gana, no se hereda. No es sano ni prudente en una sociedad que aspire a las máximas cotas de desarrollo social permitir que la simple exhibición de un bastón de mando, un galón, un bonete o una mitra recabe una obediencia incuestionable, independientemente de los méritos reales de su poseedor. Pero también es cierto que la autoridad, como el valor, se debe presuponer.

¿Por qué no tienen autoridad los profesores? En mi opinión esa falta de autoridad responde a múltiples factores, todos imprescindibles para explicar este fenómeno, de los cuales yo resaltaría cuatro.

Primero, es la pérdida general (en ocasiones interesadas) del prestigio social de la autoridad, explicable tras casi cuatro décadas del abuso que de la autoridad realizó el fascismo hispano. ¿Quién de cierta edad no recuerda la expresión “por parte de la autoridad gubernativa…” o “… y si la autoridad lo permite…”? Ese uso ilegítimo y asfixiante del concepto hizo que una vez llegada la democracia se huyera como de la peste del concepto autoridad.

Segundo, la demagogia en la que se ha instalado los discursos en la sociedad española. Hoy no se concibe el ejercicio de la crítica si no es utilizando la descalificación que mina cualquier autoridad. Es más, si la crítica no va unida al insulto y la descalificación, es sospechosa de falta de independencia. Pruebas las tenemos a miles. Las dos más sangrantes en mi opinión se personalizan en Federico Jiménez Losantos desde la católica COPE, y el escritor Arturo Pérez Reverte. Del primero ¿qué decir? Los insultos y descalificaciones de él y su tertulia lo que genera es que el gobierno de la Nación y la clase política pierda autoridad o que la pierda, en sentido contrario, la Iglesia Católica. El segundo, al que admiro como escritor, usa u abusa de las descalificaciones de forma retórica pero que a la postre justifica intelectualmente a que cualquiera le de un uso perverso. Imagina que en casa te llega el suplemento XLSemanal, del diario ABC, y tu hermano pequeño, tu hijo o tu sobrino ve en letra impresa expresiones como “no quiero que acabe el mes sin mentaros -el tuteo es deliberado- a la madre”, “de cuantos hacéis posible que este autocomplaciente país de mierda sea un país de más mierda todavía”, “los meapilas del Pepé”, “deberían ser ahorcados tras un juicio de Nuremberg cultural” contenida en la columna de Pérez Reverte “Café para todos”. ¿Cómo no va a considerar correcto el chaval nombrar a la madre del profesor si un autor de prestigio se acuerda de todas las madres de la clase política”? Puede que el escritor pretenda señalar los efectos de la funesta educación española en carne propia (no me imagino a Ortega, Zambrano o Unamuno firmando una columna así), pero puede dar lugar a generar aún más falta de respeto a las formas que en el fondo es lo que sustenta la autoridad. Este artículo, por otra parte, ha tenido gran éxito entre cierta progresía que lo ha hecho circular vía e-mail. Demostración de la degradación intelectual de tiros y troyanos, incluso por parte de sus más vehementes críticos.

Tercero, la importancia del núcleo familiar para la creación de hábitos cívicos y predisposición hacia la formación cultural. En septiembre del año pasado se hizo público un estudio de la Universidad de Londres, publicado por la revista SCIENCE, sobre el aprendizaje de las matemáticas en el que se concluía que “la mayor influencia sobre la capacidad de aprendizaje de los niños está en la educación que tienen las madres”, resaltaba la importancia de “jugar en casa a desarrollar memoria numérica” y que “el nivel educativo de la madre” estaba “por encima de otros factores también influyentes como una guardería de calidad y un hogar con buen ambiente de estudio” concluyendo que “cuanto más estudiosa la madre, mejor en matemáticas el niño”. Se trata de un resultado obvio extensible a todas las disciplinas académicas y cívicas. La mayoría de los lectores se forjan en familias donde existe hábito de lectura y buenas bibliotecas particulares; la mayoría de los que admiran el arte provienen de familias donde la visita a museos, galerías y monumentos era algo habitual y además se habla de ello en familia; la mayoría de los que muestran actitudes cívicas (no arrojar papeles al suelo, cumplir las normas de urbanidad, respetar a los demás, profesores y compañeros incluidos, etc.) la aprendieron en casa, no en el colegio ni en la TV. Pero para establecer esa formación informal en el seno familiar, lo primero que debe existir es convivencia, contacto entre padres prudentes y educados con sus hijos. Pero no, hoy muchos padres, sobre todo los de las clases medias y altas, priorizan tener más tiempo libre o más dinero que mantener el contacto con los hijos, siendo su mayor esfuerzo asegurar una plaza en un colegio concertado, aunque para ello tengan que falsificar documentos.

Cuarto y último, la negación de responsabilidad. Para mí es una pieza primordial del entramado social. Todos y cada uno de nosotros somos responsables, en mayor y menor medida, de todo lo que ocurre. Pero en la más clásica de las acepciones del término “demagogia” (práctica política consistente en ganarse con halagos el favor popular), la culpa siempre la tiene Zapatero. No se educa en la necesaria asunción de responsabilidad, ni pequeña ni grande, de nuestros propios actos. Si me ponen una multa de tráfico y como padre verbalizo delante de mis hijos que yo no soy responsable sino que lo son, por este orden, la policía o la guardia civil, el gobierno o ZP; si tiro un papel al suelo y justifico ante mi hijo que la culpa la tiene el ayuntamiento por no poner bastantes papeleras; si no hago frente a mis deudas, y alego ante mi hijo que al fin y al cabo yo soy pobre y por eso no tengo la obligación de pagarlas; si el noticiario al tratar la crisis en vez de señalar la responsabilidad de cada cual (empresarios, consumidores, gobiernos, reguladores, etc.) siempre se culpa al gobierno; si constante y reiteradamente todos ponemos la responsabilidad en los demás y nunca asumimos la nuestra, ¿como se pretende que el chaval asuma las suyas en vez de culpar al profesor de todos sus males?

Si se produce un accidente, la responsabilidad no es del que va a más velocidad de la que aconseja la vía o la circulación, no, la responsabilidad es del gobierno por las carreteras; si por fumar tengo cáncer de pulmón, la responsabilidad es de las empresas tabaqueras, no de mi decisión de fumar; si tropiezo en una acera en mal estado, la responsabilidad es del ayuntamiento por el estado de la acera, no porque iba distraído; y así sucesivamente.

Un ejemplo sangrante del discurso social que desresponsabiliza nuestros actos lo tenemos en la trágica desaparición, y posible asesinato, de la menor Marta del Castillo. Leyendo o escuchando cualquier medio, observaremos que socialmente se culpabiliza o a varios chavales de su grupo de amigos o a las leyes. Está claro que la mayor responsabilidad es del que comete la acción, en este caso las personas involucradas en el hecho. Pero también Marta del Castillo tuvo una parte de responsabilidad (muy pequeña si se quiere, pero corresponsabilidad al fin y al cabo) en la decisión de juntarse con personas poco recomendables. Y también la familia de Marta del Castillo, sus padres, tiene una minúscula pero al fin y al cabo corresponsabilidad por no haberle aleccionado lo suficiente sobre el peligro de ciertas compañías. Y también su grupo de amigos, con un corresponsabilidad seguramente bastante menor, que siendo conscientes de la situación no alertaron a los padres de la menor, a su orientador o a la propia Marta. Y también la sociedad en su conjunto tiene la responsabilidad, aunque sea microscópica, de haber permitido leyes y discurso que llevan a los potenciales criminales a pensar que serán impunes en sus actos delictivos. Y ahí estamos todos, yo incluido. Lamentablemente, la única que ha asumido su cuota de responsabilidad ha sido Marta.