domingo, 29 de marzo de 2015

McCarthy ha vuelto



Desde pequeñito he tenido claro la diferencia entre hablar y ser un chivato. Pero para la mayoría de los niños y de las niñas, el “teorema del chivatismo” es la primera piedra que sustenta la grandiosa arquitectura de los sistemas sociales. Por más que luego te lean el cuento del Traje Nuevo del Emperador, ya se ha insertado en nuestra psique que el silencio es la mayoría de las veces el comportamiento no sólo más rentable sino incluso ético.

Callar ante una injusticia es la mejor forma de no señalarte. Y los españoles lo aprendimos a sangre durante siglos. No señalarte como judío ni moro, no señalarte como protestante, no señalarte como afrancesado ni como liberal, no señalarte como rojo o demócrata. Sobreviven los que callaron, y ese gen se ha ido convirtiendo en mayoritario entre la población española. Callar ante la arbitrariedad, el abuso, la injusticia se ha convertido en una virtud patria. Así se explica, más que cualquier pacto o atadura, que los ignominiosos crímenes del franquismo permanezcan aún en silencio.

Recientemente leí que el nieto de Luis Martín Bermejo no se enteró hasta los años 70 que su abuelo no había muerto en la mina de Río Tinto como le habían contado desde pequeño sino asesinado en 1936 por participar en la columna minera de Río Tinto, que pretendían ayudar a detener al genocida Queipo de Llano en la ciudad de Sevilla. Porque también su familia, víctima de una represión terrible, había aprendido que callar era la mejor forma de sobrevivir.

Ese aprendizaje de siglos mantiene secuestrada a la ciudadanía española bajo el tiránico principio de no señalarse. Y por eso, el artículo de Mercedes de Pablos en El Correo de Andalucía, titulado Humillaciones, supone un aldabonazo a nuestras conciencias, al negarse a callar, a no señalarse.

Porque en Andalucía estamos viviendo un marcartismo terrible. Durante los últimos años se están produciendo la violación sistemática de muchos de los derechos procesales a los que creíamos tener derecho. Y como ocurrió en Estados Unidos en tiempos de Joseph McCarthy, con gran aplauso de medios de comunicación, líderes de opinión y, fundamentalmente, con el aplauso atronador y el silencio cómplice de la sociedad andaluza.

Y eso que muchos en voz baja lo vienen diciendo, incluso se han atrevido a recogerlo en artículos citando a fuentes anónimas. Pero pocos se han atrevido a señalarse y a afirmarlo en primera persona como José Joaquín Gallardo, decano del colegio de abogados de Sevilla, y la periodista Mercedes de Pablo. La detención de 16 responsables y ex responsables de la Junta de Andalucía de los últimos días ha sido arbitraria y desproporcionada. Pero es que además es un paso más en un proceso de Estado Policial al que nos están llevando con la excusa de la lucha contra la corrupción.
             
Hoy todavía muchos aplauden en público y en privado las instrucciones judiciales de la jueza Alaya. Otros muchos las censuran con su silencio. Pero casi todos lamentarán dentro de unos años haber callado tanto. Pero entonces, ya será tarde.

sábado, 14 de marzo de 2015

La deshora de Andalucía.


Dentro de siete días, la cita electoral en Andalucía marcará el inicio de un año político lleno de fascinación, aunque sólo sea por el morbo de las combinaciones gubernamentales que pueden deparar parlamentos muy fragmentados, al menos en una proporción desconocida desde 1978.

Una cita electoral de ámbito autonómico que, una vez más, es mucho más que la elección del gobierno de la Comunidad más poblada del país y la segunda más extensa. Porque, para qué engañarnos, desde la Constitución Española del 78, el voto de Andalucía ha conseguido modelar el Estado con una profundidad que en la historia de nuestra tierra sólo es comparable con el levantamiento de Riego en Cabezas de San Juan en 1820 y la batalla del Puente de Alcolea en 1868.

Y si algo llama la atención en la Andalucía política desde el regreso de la democracia a España tras los infaustos años del totalitario ex general Franco, es la estable mayoría conseguida por el PSOE durante más de 35 años, que le ha permitido mantener el gobierno de la Comunidad Andaluza desde la creación de la Junta pre-autonómica encabezada por el tangerino Plácido Fernández Viagas. Una mayoría que ha sido objeto de un ataque constante tanto por la derecha como por la izquierda del PSOE, argumentalmente descrito en la supuesta existencia de un régimen basado en el clientelismo político, sobre todo en los pequeños y medianos municipios de Andalucía.

Pero lo que realmente me llama la atención es que tan pertinaces mayorías durante décadas, algunas absolutas, sólo haya generado desde el ámbito estatal una pléyade de descalificaciones y escasos análisis rigurosos que expliquen esta anomalía política electoral en el conjunto de la Nación.

Y achaco esta dinámica a la mirada histórica absolutamente colonial y xenófoba de las élites estatales, en convivencia con las élites regionales, hacia la realidad andaluza. Educadas en un tradicional desprecio a lo andaluz, caricaturizada su esencia en el más funesto de los tópicos, las dirigencias políticas nacionales a la derecha y a la izquierda del PSOE, el establishment económico de Madrid, Barcelona y Bilbao, y la burocracia intelectual de las grandes universidades e instituciones académicas solo encuentran explicación al cerril entorpecimiento a sus deseos y sus proyecciones, en la ensoñación de un supuesto neo-caciquismo engrasado por los fondos europeos, el PER y los EREs.

Ni siquiera el voluntarioso ejercicio de análisis de uno de los más destacados filósofos españoles del pasado siglo, José Ortega y Gasset, pudo escapar de esa mirada despectiva y chauvinista al escribir aquello de que “ser andaluz es convivir con la tierra andaluza, responder a sus gracias cósmicas, ser dócil a sus inspiraciones atmosféricas”.

Tan apresurados han sido sus análisis que ni siquiera han caído en la cuenta que a pesar de ser Andalucía un territorio claramente identificado y auto-identificado desde hace siglo como un todo, carece de las más elementales instituciones que en cualquier parte del mundo se consideran necesarias para constituirse en pueblo: un lengua propia, un religión específica, instituciones políticas particulares o al menos un territorio homogéneo étnica o geográficamente.

Tan condicionados por sus prejuicios coloniales y xenófobos que no han caído en la cuenta que, como afirma el profesor Juan Fernando Ortega Muñoz, el elemento fundamental que identifica a lo andaluz no es una etnia, ni una tradición, ni un folclore ni unos orígenes mitológicos. Es algo mucho más profundo, vigoroso y pertinaz: una filosofía de vida que puede seguirse desde Séneca a María Zambrano, pasando por Maimónides y  Averroes. Un estoicismo vital convertido en urdimbre que cose a poblaciones de usos lingüísticos dispares, folclores distintos, instituciones propias diferentes, incluso Historias separadas durante siglos.

Tan inaprensible ha sido para el resto de la Nación el carácter de lo plenamente andaluz, que han tenido que reducirlo a lo meramente folclórico o lo directamente paródico. Esta incapacidad alcanza su mayor cota en aquel que por su formación y capacidad debería haberlo conseguido, y que se despachó tan ricamente con la siguiente sentencia: Mientras otros pueblos valen por los pisos altos de su vida, el andaluz es egregio en su piso bajo: lo que se hace y se dice en cada minuto, el gesto impremeditado, el uso trivial…

Tampoco ahora esas mismas élites llegan a comprender por qué el PSOE se ha erigido en el partido andaluz, sobre todo en los pequeños y medianos municipios de la Comunidad.

A partir de 1978 varios hechos independientes se coadyuvaron para crear la conciencia de que el PSOE era el partido del pueblo andaluz. Más por demérito de los demás partidos que por méritos propios, más por decisiones aparentemente intrascendentes que volitivas, pero que unidas han ido tejiendo esa convicción en amplias capas de la sociedad andaluza.

No poco contribuyó que el partido hegemónico en España a partir de 1981 estuviera liderado, no por uno, sino por dos andaluces, Felipe González y Alfonso Guerra. Aunque andaluces habían sido algunos de los jefes de Estado o de Gobierno en los últimos doscientos años (Narváez, Salmerón, Primo de Rivera, Alcalá Zamora) siempre habían sido contemplados como elementos de las élites locales subordinadas a los intereses de las élites madrileñas. Era la primera vez que dos “descamisados” andaluces conseguían llegar a las más altas magistraturas de la Nación. La reacción de las élites de la derecha era la previsible, y tirando de manual, comenzaron a reírse de sus acentos, de sus particularidades andaluzas.

Otro hecho que vino a reforzar esa identificación del PSOE como partido del pueblo andaluz fueron los errores del entonces Partido Socialista de Andalucía, actualmente Partido Andalucista. El primero fue la funesta decisión del PA tras las municipales de 1979 de cambiar su supremacía en algunas ciudades andaluzas por la alcaldía de Sevilla para Luis Uruñuela.

El otro fueron los acuerdos a los que llegarían tras las generales de 1979 el PSA con la UCD entorno a la consecución de la autonomía andaluza, acuerdos que fueron utilizados por el PSOE para desgastar al partido nacionalista y que la oposición del partido de Suárez a la vía rápida y su solicitud de abstención (con el injurioso lema de “Andaluz, este no es tu referéndum”) certificó la traición en la mente de muchos andaluces y andaluzas.

Estos dos hechos, junto a otros de menor entidad, descalificaron al PA para convertirse en el partido nacionalista de Andalucía, comparable al PNV, CIU e incluso ERC, hasta convertirlo en un partido extra parlamentario. El espacio emocional dejado por el PA fue rápidamente ocupado por el PSOE en el imaginario colectivo.

El triunfo del PSOE en las elecciones autonómicas de mayo de 1982 y en las generales de octubre del mismo año, unió los significativos avances producidos a partir de ese momento en Andalucía a las políticas socialistas. Avances que si fueron importantes en todo el país, en Andalucía fueron especialmente significativos, y aún más en las medianas y pequeñas localidades.

Territorios históricamente castigados, empobrecidos, desbastados, aislados y masacrados por la Guerra Civil y por la emigración durante el franquismo, empezaron a disfrutar de políticas que ayudaron a fijar las poblaciones rurales, a dotar de recursos a sus ayuntamientos, a industrializarse, a mejorar su agricultura y a elevar a niveles inimaginables la salud, la educación y las pensiones.

Pero han sido dos los elementos que han consolidado desde los ochenta la identificación del PSOE como el partido de Andalucía. Por una parte, la especial capacidad mostrada por los y las socialistas para adaptarse a los tiempos cambiantes y reactualizar ese discurso. Y por otra parte, la incapacidad de la derecha y de la izquierda proveniente del PCE para crear un discurso nuevo en contra del PSOE, alejado de los discursos tradicionales que han sido utilizados por las élites madrileñas para atacar y despreciar lo andaluz.

Ese fue el gran error de la “pinza andaluza” de Rejón y Arenas en 1994, expresión parlamentaria de la teoría de las dos orillas de Anguita, y que fue vivida por una amplia parte de la ciudadanía andaluza como una reedición de los acuerdos de la UCD con el PSA, lo que devolvió la mayoría suficiente al PSOE en 1996. Y también lo fue el uso del término de “régimen” utilizado por el PP de Arenas a finales de los 90. Porque atacar al PSOE con argumentos que recordaban a los utilizados desde hacía siglos para descalificar lo andaluz, era atacar a Andalucía y al derecho conseguido por los andaluces el 28 de febrero de 1981.

Y en la actualidad, el discurso de las supuestas redes clientelares tejidas por el PSOE en estos 35 años tropieza en la misma piedra, ya que en la mente de muchísimos andaluces tiene la misma música del caciquismo que sí sufrió esta tierra. Como lo son las afirmaciones del catalán Albert Rivera diciendo que van a enseñar a los andaluces a pescar, o del madrileño Carlos Monedero afirmando que ellos van a venir a Andalucía a barrer debajo de las alfombras. Son discursos especialmente desacertados si lo que se pretende es la alternancia necesaria en el gobierno de la Junta de Andalucía.

Alguien tan poco sospechoso de apoyar al PSOE como José Chamizo en una entrevista de esta misma semana, a la pregunta sobre si creía que en Andalucía quedaba algo del espíritu andalucista que se vivió en la manifestación de 1977, respondió: “Queda mucho. Yo participé en aquella manifestación en Algeciras. Estaba de vuelta ya de Roma. Era diácono, daba clases de Ecumenismo en el Seminario y aún no había sido ordenado sacerdote. Insisto en que queda mucho del sentimiento andaluz, pero sobre todo en los pueblos. La esencia andaluza está en los pueblos. En la ciudad es distinto, las maquinarias de las ciudades lo engullen todo. Pero conozco bien todos los pueblos de Andalucía, los he visitado entre una y tres veces cada uno, y puedo decir que Andalucía y su bandera están muy presentes. He visto a vecinos sacar sus banderas andaluzas de los armarios el 28 de febrero.

Lo que condiciona el voto mayoritario del PSOE, sobre todo en los pequeños y medianos municipios de Andalucía, no son las supuestas redes clientelares, sino la íntima y profunda convicción de que el PSOE sigue siendo, 35 años después, el partido que mejor defiende lo andaluz.

Y esa es la gran tragedia de la hora actual de Andalucía. Que no existan partidos con opciones de gobierno que puedan despojarse de un discurso colonial y xenófobo para ofrecer una alternancia real al PSOE.