viernes, 13 de septiembre de 2013

Gibraltar


Tras la muerte de la serpiente de verano gibraltareña, por inanición debido a otros folclores patrios como el desafío nacionalista catalán, creo que toca hablar en serio de Gibraltar.

Pero ello me obliga previamente a hacer una confesión: mi condición de socialista me hace internacionalista, mi formación intelectual me hace iberista y mi formación emocional me hace andalucista, por lo que mi análisis sobre la cuestión gibraltareña no está teñida por ninguna formulación territorialista.

Ya he argumentado anteriormente, en este mismo blog, que tengo la convicción que uno de los mayores problemas para diseñar y ejecutar una política de Estado para el estrecho de Gibraltar hacia abajo, incluidas Ceuta y Melilla, es la visión mesetaria, atlántica y septentrional de las élites estatales.

La propia cuestión de Gibraltar de este verano es la prueba más palmaria, ya que no se trata de establecer una política coherente sobre una demanda histórica, sino la excusa transitoria de una cuestión de política interna del partido mayoritario en las Cortes Generales. Pero esto ha sido así con Rajoy, con Aznar, pero también con Franco. Esas episódicas exaltaciones patrióticas que en su paroxismo llevó al ex general a ordenar el cierre de la verja, es decir de la frontera, en 1969, para ahogar a la pérfida Albión. Cosa que sólo consiguió llenar de marroquíes el Peñón (contra la intención de los españoles firmantes del Tratado de Utrecht), reforzar el espíritu nacional gibraltareño, y provocar la hambruna en el Campo de Gibraltar, a pesar de la Zona de Preferente Localización Industrial y el desarrollo turístico de la Costa del Sol, que tuvo que absorber gran parte del paro producido por la decisión del Estado franquista.

Se puede discutir hasta la extenuación si Gibraltar debe ser o no española. Razones y argumentos los hay en todos los sentidos. Pero si la sociedad española se fija el objetivo de integrar (o reintegrar) el actual territorio de Gibraltar, lo primero que debe establecer es un programa a largo plazo, consensuado por todas las fuerzas políticas de la Nación con opciones a gobernar (como mayorías o como minorías), y sacado de la actualidad política. Un plan, con todas las diferencias que se quiera, como el que realizó China para recuperar Honk Kong.

En segundo lugar, debe establecer una política de seducción de la sociedad gibraltareña que por razones históricas (tanto internas tras el reforzamiento de la identidad gibraltareña provocada por la decisión mesetaria de cerrar la verja, como por la imposibilidad actual de anexionarse un territorio en contra de la voluntad de sus habitantes), y económicas, se sienten seguras de su estatus actual.

A mi entender, ello pasaría por una oferta formal de las Cortes Generales a la sociedad gibraltareña basada en el respeto a su integridad territorial (no anexándose a Andalucía, por ejemplo), al uso de la lengua inglesa como co-oficial, la posibilidad de la doble nacionalidad anglo-española y un estatus económico transitorio (de 50 años, por ejemplo) suficientemente generoso. También sería pertinente una generosa política de becas para estudiantes gibraltareños en España, y reducir el número de estudiantes de la Roca que acuden a universidades británicas.

Pero además de ofrecer una zanahoria, hay que dar el palo, mediante una férrea política de inspección fiscal y control aduanero, que debería durar lustros e incluso décadas, que impida el uso de Gibraltar por parte de residentes en España como paraíso fiscal. Se debería además crear un cinturón de riqueza alrededor de la colonia británica, tanto en el Campo de Gibraltar como en las zonas aledañas de Cádiz y Málaga, ya que ¿quién querrá sumarse a un Hinterland mucho más pobre, con graves problemas de marginalidad, drogadicción, tráfico de drogas, etc.

En cambio, el desarrollo industrial y tecnológico de la zona, que aumentara significativamente la renta per cápita, la instalación en la zona de grandes equipamientos públicos como hospitales de referencia nacional, universidad, etc. llevaría a los llanitos a ver como deseable sumarse a esa riqueza. Para ello sería fundamental un pacto igualmente de Estado entre el gobierno de la Nación y el de la Junta de Andalucía, que potenciara toda la riqueza endógena (que las hay) con aportaciones fundamentales de proyectos exógenos.

Y por último, faltaría una inteligente estrategia en el corazón del imperio inglés, desde la embajada española en Londres, para que la sociedad inglesa no visualice a los gibraltareños como las víctimas del toro español, sino como unos caprichosos que quieren vivir fastuosamente a costa del contribuyente británico.

Pero, ¿cuál es la realidad? Una política histórica que ha conseguido insuflar una identidad que ni los galos de la aldea de Asterix; una política nacional actual que usa Gibraltar, como el peñón del Perejil, como Ceuta, como Melilla, con exclusivo interés de fervor nacional; una deriva nacional-centrípeta que desprecia y atosiga la singularidad de sus propios territorios con lengua propia; una permisividad escandalosa en materia fiscal y aduanera, en concomitancia con las élites económicas de la Costa del Sol y las mafias locales; un Hinterland pobre, pobrísimo, con una economía fuertemente dependiente del tráfico del tabaco y del hachís; y con una sociedad española que su último problema es lo que pase en una rocalla más allá de Sierra Morena.

Porque si el problema fuera realmente el futuro de los pescadores de Algeciras o la Línea, con ofrecerles un plan de jubilación como a Bárcenas, seguro que estarán encantados con los arrecifes artificiales colocados por el gobierno de Gibraltar.

viernes, 6 de septiembre de 2013

El valor de sólo haber “trabajado” en política


Como muchas, y algunos, han resaltado, desde que Susana Díaz Pacheco empezó a pergeñarse como la futura presidenta de Andalucía, desde diestra y siniestra empezaran a articular un relato en contra de la entonces secretaria general de la Agrupación Provincial Socialista de Sevilla, donde, entre otros elementos, figura uno que concita especial consenso: su falta de experiencia fuera de la política.

Incluso una fina analista como Concha Caballero, en su post “Antisusanismo”, en el que defiende la idoneidad y la oportunidad histórica de la candidatura de Susana Díaz, afirmaba “Susana Díaz es una persona que “no ha trabajado en su vida en la empresa privada ni ha hecho oposiciones en la Administración pública”. Efectivamente esto es así y soy también de las que creen que esto, no es que los inhabilite en absoluto para un cargo, pero supone un cierto déficit.

Este discurso, el del desmérito de haber “echado” los dientes, y solamente, en un partido, me lleva a pensar que para muchos, la gestión de lo público tiene un carácter de amateur como los antiguos juegos olímpicos, donde no se les permitía jugar a los jugadores de baloncestos de la NBA porque eran “profesionales”.

Este discurso es casi hegemónico en la actualidad, posiblemente provocado por la experiencia, en los últimos años, de políticos y políticas que llevan ocupando puestos de responsabilidad durante décadas, sin otro mérito de estar bien relacionados. Pero ello no significa que sea cierto.

Y el argumento es contundente. A la hora de elegir al gestor de un gran hospital público, ¿preferiría a un profesional que ha recorrido todo el escalafón y conozca su estructura y sus dinámicas internas, o a un prestigioso pianista? Para rector de una gran universidad, ¿no sería mejor uno o una que haya pasado desde la condición de becario a la de catedrático, en vez un dentista afamado con consulta abierta? O, por ejemplo, para un gran banco ¿no es mejor aquel que ha desarrollado toda su carrera dentro de la entidad a una magnífica ingeniera superior? Aún recuerdo que entre los panegíricos sobre Alfonso Escámez, presidente en su día del Banco Central, destacaba que había empezado en la entidad de botones, con 12 años.

La política como afición, incluso sin remuneración, proviene del antiguo régimen e incluso del sistema liberal inglés, cuando sólo las clases más privilegiadas, la alta burguesía y la nobleza, se dedicaban a la gestión pública del que obtenían rentas de forma indirecta al defender sus derechos en sus negocios privados. Es memorable la indignación de los partidos liberal y conservador ingleses, en la Cámara de los Comunes, cuando los laboristas, obreros sin rentas de capital, decidieron poner un salario a los miembros del parlamento inglés.

Desde una óptica romántica, cierto amateurismo de la cosa pública puede ser atractivo: ciudadanos libres que ocupan transitoriamente una responsabilidad pública. Pero la realidad de la actual maquinaria administrativa y política convierte esa visión en un suicidio colectivo.

La Junta de Andalucía, por ejemplo, es la mayor organización de Andalucía, la que más personal gestiona, la que mayor recursos capta y la que mayor recursos gasta. De ella dependen nuestro bienestar, nuestra salud, nuestra educación, nuestro medio ambiente, etc. ¿Y es lógico poner a su cabeza al mejor de los bienintencionados que prestigioso en cualquier otra rama de la profesión o el saber, desconozca casi absolutamente el ente que gobierna?

Para mí, el curriculum de Susana Díaz es posiblemente una de sus mayores virtudes políticas: conoce desde dentro el municipalismo; conoce perfectamente la maquinaria política del mayor grupo parlamentario que sustenta el gobierno; conoce las dinámicas de la Corte, para ello ha sido diputada nacional; y ha gestionado la consejería política por excelencia de cualquier gobierno.

Si se hubiera dedicado durante cuatro o diez años a ser procuradora de tribunales, por ejemplo ¿qué mérito añadiría para su candidatura? Si durante una década hubiera sido becaria de un departamento universitario y luego profesora asociada, ¿sería Susana Díaz mejor candidata? Yo, sinceramente, creo que no sólo no sería mejor candidata sino que sería posiblemente una candidata perfectamente prescindible.

Otra cosa es que un candidato o una candidata deba pasar un tribunal calificador. ¿Y que son, si no, las elecciones democráticas? El mejor tribunal del mundo.