viernes, 29 de junio de 2012

Faros

Anoche, Rubén A., un amigo de la familia, más conocido como "Fierro" entre sus conocidos de Berazategui, colgó, en su perfil de facebook, la historia del faro Querandí en Villa Gesell, provincia de Buenos Aires. Al hacer un comentario en su "noticia", me fui dando cuenta de la importancia de los faros a lo largo de mi vida.

Puede que todo comenzara en mi Tánger natal, ya que desde los enormes, para mí entonces, ventanales del salón de nuestra casa se veía, diminuto, el faro de punta Malabata. De día, una pincelada blanquísima sobre el promontorio ocre y el azul intenso de la bahía; de noche, con su pausada cadencia luminosa, una estrella que parecía jugar con el faro de Gibraltar, situado en punta de Europa, al otro lado del Estrecho.

Otro de mis faros infantiles fue el de cabo Espartel, con su mirador abierto al océano traicionero y bravío que en mi mente infantil adquiría rasgos terribles ante las constantes advertencias paternas, durante nuestros baños estivales en las playas del Bosque Diplomático (la Forêt Diplomatique, que decían los rótulos viarios), por las corrientes y socavones. También el de punta Cires, que en mi mente siempre formó una sola palabra, Puntacires, una de las playas más hermosas que recuerdo, y llena de misterios, no sólo por las instalaciones militares abandonadas y que horadaban el promontorio por medio de túneles peligrosos, sino también por el accidente del avión norteamericano que se estrelló en la colina y que, tras el accidente de Palomares, no daba precisamente tranquilidad a mi madre ante la posibilidad de una fuga radioactiva ocultada. Lamentablemente para mis recuerdos, hoy la punta y sus playas se han convertido en el puerto Tánger-Med.

A lo largo de los años se fueron añadiendo, faro a faro, una pléyade de majestuosos, coquetos, románticos edificios marítimos: el de Santa Catalina, en el monte Hacho de Ceuta; el misterioso faro del cabo Sacratif, en la costa granadina, que la fértil imaginación de mi padre lo convertía en un nido de piratas sarracenos; o el faro del cabo Trafalgar, que nuestros padres nos señalaban desde el mirador del cabo Espartel, y que se asemejaban como dos firmes guardianes del Estrecho.

Año a año he ido atesorando faros en mis recuerdos: la hermosa y señorial Farola de Málaga; el de cabo Roche, en los acantilados de Conil, asentado sobre la torre almenara tardomedieval; el metálico desmontable de la Isla de San Sebastián en Cádiz, que sustituyó a uno de obra derribado para evitar el asalto norteamericano a la ciudad gaditana durante la Guerra de Cuba; los faros, así en plural, de Torre del Mar, uno junto al otro, el primero, pequeño de mampostería, de principios del siglo XX; el otro de finales de siglo, de hormigón, que parece proteger a su hermano pequeño; el de punta Camarinal, que cierra al sur a la playa de los alemanes, habitantes huidos del III Reich .

Un recuerdo especial lo guardo del primer faro al que subí, el de la ciudad de Casablanca, gracias a los contactos de mi tío Luis del O., otro mito familiar por su heroica valentía durante la Guerra Civil como el aviador más joven de la República con 17 años, que nos llevó a lo más alto, hasta la linterna, y nos enseñó una de las bombillas, enormes, que daban sentido a la torre. Tan sólo he subido a otro faro, el de la Torre de Hércules, en La Coruña, muchos años después y cuyo valor histórico lo despoja a mis ojos del misterio que siempre he acompañado a cualquier faro.

Aún hoy, cuando de noche paseo por las playas de Benajarafe y veo hacia poniente el juego esquivo de los faros de Fuengirola y, en la lejanía, del monte Hacho, mi alma se emociona. Somos lo que recordamos. Y mis recuerdos están llenos de faros, de mar, de estrellas.

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