sábado, 26 de septiembre de 2009

Autoridad y Profesorado

Parece que a la crisis le ha salido un discurso capáz de competir eficazmente por el interés público. Se trata, efectivamente, del debate entorno a la autoridad, o mejor dicho, a su ausencia que parece ser la madre de todos los males que aquejan a la juventud, y que me llevó a escribir el anterior post.

Esta vez me anima a hacerlo el artículo que dedica PÚBLICO en su edición de ayer viernes 25 al filósofo Javier Gomá que ha publicado recientemente EJEMPLARIDAD PÚBLICA, en la editorial TAURUS, y que también ha sido entrevistado esta semana en CNN+. Y, por qué no reconocerlo, por haber omitido en el anterior post una reflexión sobre la responsabilidad de los y las profesoras en la ausencia de autoridad.

Por lo leído y oido, el último libro de Gomá, director de la Fundación Juan March y Premio Nacional de Ensayo 2004, merece ser leído, cosa que intentaré en breve. Mientras, quiero reflexionar sobre alguna de sus afirmaciones en el mencionado artículo del diario PÚBLICO.

El lev motiv del mismo es la siguiente reflexión: “Vivimos todavía en una cultura en la que el lenguaje de la liberación es dominante y eso genera problemas distintos. La gente es libre sin haberlo conquistado y sin tener instrucciones de un uso cívico de su libertad. Son libres antes de haber aprendido a serlo”.

Consciente de los malentendidos que pudiera generar esa afirmación el artículo añade: “Pero aclara que no quiere parecer un conservador, y apunta que la autoridad antigua está “merecidamente derribada”. Se refiere a la autoridad inmanente a una minoría que ocupaba posiciones de poder dentro de una sociedad jerárquica”.

El artículo continúa diciendo “Antes tendremos que arreglar […] los problemas con la autoridad. Javier Gomá apunta que los padres de hoy, como los profesores, son herederos de un lenguaje de la liberación y eso les está causando muchos disgustos con su autoridad. “Ellos rechazan el principio de la autoridad coactiva. Son padres liberados, lo cual no suele ser bueno para transmitir una conciencia cívica del ejercicio de la libertad. Y, además, muchas veces la liberación sólo ha conducido al consumo. Ni la liberación absoluta ni la liberación entregada al consumo es el mejor instrumento para dirigir al hijo a una sociabilización cívica y virtuosa”, avanza en sus teorías.

A bote pronto, coincido con Gomá, pero le extendería también a las y los profesores. Una parte del profesorado, que no se exactamente cuantificar y que incluso pueden ser proporcionalmente pocos, exigen el reconocimiento de una autoridad que, como afirmé en el post anterior, se gana, no se hereda. Simplificar es mentir, pero creo sinceramente que en términos generales la falta de autoridad en las aulas proviene más en la incapacidad del profesorado para ganársela que de cualquier otra circunstancia extraescolar.

Leyendo el artículo sobre el libro de Gomá he recordado la charla que mi tía bisabuela María Felipe y Pajares ofrecio en 1898 durante las Jornadas Pedagógicas de San Sebastián con el título “Medios de conservar la disciplina en una escuela sin necesidad de castigos corporales”. LA UNIÓN VASCONGADA, diario de dicha ciudad, recogió en un artículo su intervención, de la que me gustaría destacar los siguientes párrafos: “El asunto es simpático a la vez que espinoso y no exento de dificultades. Desgraciadamente no se ha desenterrado todavía en absoluto de nuestras escuelas primarias aquello de la letra con sangue entra, que constituyó un axioma para nuestros antepasados. Se camina rápidamente a la supresión total del castigo efectivo; pero es que, dígase lo que se quiera, de él quedan algunos vestigios en las escuelas. Mas para la señorita Pajares ni existe ni debe existir tan anacrónico medio disciplinario. […] La dicente, […] explicó el carácter y las múltiples divisiones de la disciplina escolar, para venir a afirmar en resumen que el cariño mutuo entre maestro y discípulo; la amorosa autoridad paternal del profesor, la reflexión oportuna, etc, son medios suficientes para fomentar y conservar la disciplina en la escuela primaria, prescindiendo del castigo que lastima el naciente sentimiento de la dignidad infantil, y engendra en el niño el rencor, la ira y otros vicios.”

La sorda exigencia de derogación parcial o total de la Ley de Menores para restaurar la posibilidad del castigo físico, el aumento de las penas, y la disminución de la edad penal, muestra, en primer lugar, el fracaso de padres, profesores y administraciones de ganarse una autoridad desde la legitimidad democrática. Y cuando se ven sobrepasados por su propio fracaso exigen que se les conceda una autoridad autoritaria, ilegítima, coactiva. Puede que finalmente sea el único recurso, por aquello de que muerto el perro se acabó la rabia, pero en absoluto se tratará del logro de una propuesta razonable. En segundo lugar, señala su incapacidad para ser padres, madres y profesores. Y si bien a las madres y padres no se les paga por eso, con lo cual nuestra exigencia se reduce a la exigencia moral, sí debemos exigir al profesorado la cualificación necesaria ya que cobran por ello, en vez de exigir la restitución de valores autoritarios que como ya afirmaba a finales del siglo XIX mi tía bisabuela “engendra en el niño el rencor, la ira y otros vicios.”

Para finalizar este post no quiero dejar de copiar la respuesta dada por Gomá a la pregunta que si es un momento muy difícil: “Sí, pero fascinante. ¡Yo no lo cambiaría por ninguna otra época!”, suelta emocionado Gomá, al que le gusta identificarnos como los nuevos Homeros, testigos del nacimiento de un proyecto cívico sin precedentes: “¿Es sostenible una civilización igualitaria y secularizada? ¡Esto nunca ha existido! Es la única civilización que ha ejercido sobre ella misma una autocrítica brutal y radical. Hemos tomado conciencia de que esto depende de nosotros, no del destino. Si damos un uso cívico a nuestra libertad esta civilización será posible”, explica. Coincido con Gomá, yo tampoco la cambiaría.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Autoridad y autoritarismo

En el debate actual, que viene de lejos, sobre la pérdida de valores de la juventud (dicho así, en general, englobando a niños, adolescentes y jóvenes) se está imponiendo un discurso que bajo la excusa de la necesidad de “autoridad”, pretende imponer un añorado “autoritarismo” a la vieja usanza.

Focalizar el problema de la “juventud” en la pérdida de autoridad del profesorado es igual de demagógico que la afirmación de un representante de la patronal andaluza CEA que afirmó, tan campante, que el problema de la adicción a las drogas se debía al hedonismo de la juventud y las familias desestructuradas.

Pero ello no es óbice que la pérdida de autoridad en nuestra sociedad es patente, no solo en la escuela. El problema, como siempre, es la justificación del que niega dicha autoridad a quien antes la tenía. Los mismos que se quejan de la falta de reconocimiento de la autoridad hacia los profesores, utilizan gruesas descalificaciones rayando o sobrepasando el insulto hacia el presidente del gobierno de la Nación.

Es cierto que la autoridad se gana, no se hereda. No es sano ni prudente en una sociedad que aspire a las máximas cotas de desarrollo social permitir que la simple exhibición de un bastón de mando, un galón, un bonete o una mitra recabe una obediencia incuestionable, independientemente de los méritos reales de su poseedor. Pero también es cierto que la autoridad, como el valor, se debe presuponer.

¿Por qué no tienen autoridad los profesores? En mi opinión esa falta de autoridad responde a múltiples factores, todos imprescindibles para explicar este fenómeno, de los cuales yo resaltaría cuatro.

Primero, es la pérdida general (en ocasiones interesadas) del prestigio social de la autoridad, explicable tras casi cuatro décadas del abuso que de la autoridad realizó el fascismo hispano. ¿Quién de cierta edad no recuerda la expresión “por parte de la autoridad gubernativa…” o “… y si la autoridad lo permite…”? Ese uso ilegítimo y asfixiante del concepto hizo que una vez llegada la democracia se huyera como de la peste del concepto autoridad.

Segundo, la demagogia en la que se ha instalado los discursos en la sociedad española. Hoy no se concibe el ejercicio de la crítica si no es utilizando la descalificación que mina cualquier autoridad. Es más, si la crítica no va unida al insulto y la descalificación, es sospechosa de falta de independencia. Pruebas las tenemos a miles. Las dos más sangrantes en mi opinión se personalizan en Federico Jiménez Losantos desde la católica COPE, y el escritor Arturo Pérez Reverte. Del primero ¿qué decir? Los insultos y descalificaciones de él y su tertulia lo que genera es que el gobierno de la Nación y la clase política pierda autoridad o que la pierda, en sentido contrario, la Iglesia Católica. El segundo, al que admiro como escritor, usa u abusa de las descalificaciones de forma retórica pero que a la postre justifica intelectualmente a que cualquiera le de un uso perverso. Imagina que en casa te llega el suplemento XLSemanal, del diario ABC, y tu hermano pequeño, tu hijo o tu sobrino ve en letra impresa expresiones como “no quiero que acabe el mes sin mentaros -el tuteo es deliberado- a la madre”, “de cuantos hacéis posible que este autocomplaciente país de mierda sea un país de más mierda todavía”, “los meapilas del Pepé”, “deberían ser ahorcados tras un juicio de Nuremberg cultural” contenida en la columna de Pérez Reverte “Café para todos”. ¿Cómo no va a considerar correcto el chaval nombrar a la madre del profesor si un autor de prestigio se acuerda de todas las madres de la clase política”? Puede que el escritor pretenda señalar los efectos de la funesta educación española en carne propia (no me imagino a Ortega, Zambrano o Unamuno firmando una columna así), pero puede dar lugar a generar aún más falta de respeto a las formas que en el fondo es lo que sustenta la autoridad. Este artículo, por otra parte, ha tenido gran éxito entre cierta progresía que lo ha hecho circular vía e-mail. Demostración de la degradación intelectual de tiros y troyanos, incluso por parte de sus más vehementes críticos.

Tercero, la importancia del núcleo familiar para la creación de hábitos cívicos y predisposición hacia la formación cultural. En septiembre del año pasado se hizo público un estudio de la Universidad de Londres, publicado por la revista SCIENCE, sobre el aprendizaje de las matemáticas en el que se concluía que “la mayor influencia sobre la capacidad de aprendizaje de los niños está en la educación que tienen las madres”, resaltaba la importancia de “jugar en casa a desarrollar memoria numérica” y que “el nivel educativo de la madre” estaba “por encima de otros factores también influyentes como una guardería de calidad y un hogar con buen ambiente de estudio” concluyendo que “cuanto más estudiosa la madre, mejor en matemáticas el niño”. Se trata de un resultado obvio extensible a todas las disciplinas académicas y cívicas. La mayoría de los lectores se forjan en familias donde existe hábito de lectura y buenas bibliotecas particulares; la mayoría de los que admiran el arte provienen de familias donde la visita a museos, galerías y monumentos era algo habitual y además se habla de ello en familia; la mayoría de los que muestran actitudes cívicas (no arrojar papeles al suelo, cumplir las normas de urbanidad, respetar a los demás, profesores y compañeros incluidos, etc.) la aprendieron en casa, no en el colegio ni en la TV. Pero para establecer esa formación informal en el seno familiar, lo primero que debe existir es convivencia, contacto entre padres prudentes y educados con sus hijos. Pero no, hoy muchos padres, sobre todo los de las clases medias y altas, priorizan tener más tiempo libre o más dinero que mantener el contacto con los hijos, siendo su mayor esfuerzo asegurar una plaza en un colegio concertado, aunque para ello tengan que falsificar documentos.

Cuarto y último, la negación de responsabilidad. Para mí es una pieza primordial del entramado social. Todos y cada uno de nosotros somos responsables, en mayor y menor medida, de todo lo que ocurre. Pero en la más clásica de las acepciones del término “demagogia” (práctica política consistente en ganarse con halagos el favor popular), la culpa siempre la tiene Zapatero. No se educa en la necesaria asunción de responsabilidad, ni pequeña ni grande, de nuestros propios actos. Si me ponen una multa de tráfico y como padre verbalizo delante de mis hijos que yo no soy responsable sino que lo son, por este orden, la policía o la guardia civil, el gobierno o ZP; si tiro un papel al suelo y justifico ante mi hijo que la culpa la tiene el ayuntamiento por no poner bastantes papeleras; si no hago frente a mis deudas, y alego ante mi hijo que al fin y al cabo yo soy pobre y por eso no tengo la obligación de pagarlas; si el noticiario al tratar la crisis en vez de señalar la responsabilidad de cada cual (empresarios, consumidores, gobiernos, reguladores, etc.) siempre se culpa al gobierno; si constante y reiteradamente todos ponemos la responsabilidad en los demás y nunca asumimos la nuestra, ¿como se pretende que el chaval asuma las suyas en vez de culpar al profesor de todos sus males?

Si se produce un accidente, la responsabilidad no es del que va a más velocidad de la que aconseja la vía o la circulación, no, la responsabilidad es del gobierno por las carreteras; si por fumar tengo cáncer de pulmón, la responsabilidad es de las empresas tabaqueras, no de mi decisión de fumar; si tropiezo en una acera en mal estado, la responsabilidad es del ayuntamiento por el estado de la acera, no porque iba distraído; y así sucesivamente.

Un ejemplo sangrante del discurso social que desresponsabiliza nuestros actos lo tenemos en la trágica desaparición, y posible asesinato, de la menor Marta del Castillo. Leyendo o escuchando cualquier medio, observaremos que socialmente se culpabiliza o a varios chavales de su grupo de amigos o a las leyes. Está claro que la mayor responsabilidad es del que comete la acción, en este caso las personas involucradas en el hecho. Pero también Marta del Castillo tuvo una parte de responsabilidad (muy pequeña si se quiere, pero corresponsabilidad al fin y al cabo) en la decisión de juntarse con personas poco recomendables. Y también la familia de Marta del Castillo, sus padres, tiene una minúscula pero al fin y al cabo corresponsabilidad por no haberle aleccionado lo suficiente sobre el peligro de ciertas compañías. Y también su grupo de amigos, con un corresponsabilidad seguramente bastante menor, que siendo conscientes de la situación no alertaron a los padres de la menor, a su orientador o a la propia Marta. Y también la sociedad en su conjunto tiene la responsabilidad, aunque sea microscópica, de haber permitido leyes y discurso que llevan a los potenciales criminales a pensar que serán impunes en sus actos delictivos. Y ahí estamos todos, yo incluido. Lamentablemente, la única que ha asumido su cuota de responsabilidad ha sido Marta.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Requien por un Prado

Desde que entré en contacto con la realidad de Sevilla, hace ya casi dos décadas, el Prado de San Sebastián siempre ha sido fuente de conflicto político y social. Los debates constantes sobre el uso de las distintas parcelas que compone el espacio que va desde la estación de autobuses de San Bernardo hasta los Jardines de María Luisa y de la Fábrica de Tabacos a la calle Diego de Riaño han alcanzado tintes surrealistas. Pero lo más me ha sorprendido a lo largo de estos años ha sido la capacidad de imposición de las visiones sociales más pobres y chuscas de todas las propuestas que se han barajado.

Construir ciudad siempre es conflictivo y romper la norma mucho más. Pero Sevilla se vanagloria de ser la patria de la iniciativa más audaz (Hagamos una iglesia tal que las generaciones venideras nos tomen por locos) por lo que de ser la actual sociedad sevillana herederos de ese atrevimiento sería de esperar mayor audacia en sus apuestas urbanísticas.

A pesar de lo que pudiera pensar un forastero, la historia del Prado de San Sebastián no nace en 1997, cuando se diseña el actual jardín. A principios de los noventa, era un espacio vacío, con apenas unas decenas de árboles en un solar terrizo. Durante el mandato de Rojas Marcos como alcalde se planteó lo que en mi opinión fue el único proyecto urbanístico afortunado del Partido Andalucista: una gran plaza “dura” enmarcada por una galería de árboles que dotara a Sevilla de la “plaza mayor” que nunca tuvo. Pero fue derrotado por un proyecto de jardín “ñoño” que podríamos definir (al estilo del nazarí simplificado de Temboury en Málaga) de “neo-regionalismo simplificado”: algo de ladrillo, algo de forja y mucho de albero.

Si se comparan los jardines del Prado con los del Parlamento de Andalucía, “no hay color”. Donde hay diseño y proyecto botánico en los jardines de la Macarena, en el Prado hay “cutrez” y acumulación de plantas. En el Prado se hizo un remedo del Parque de María Luisa, un pastiche que suele gustar mucho a los más tradicionales de la ciudad que lo consideran su santo y seña cultural. En mi opinión, la actual configuración del Prado de San Sebastián es de lo más insulsa y prescindible, que nada aporta a la jardinería sevillana, y solo sirve para dar sombra.

Se puede discutir la legalidad y la idoneidad de ubicar la nueva biblioteca de la Universidad de Sevilla en la parcela más oriental del Prado, pero hay afirmaciones que he leído que son un insulto a la inteligencia.

Trasplantar un par de centenares de árboles de especies muy abundantes en los jardines de Sevilla y de Andalucía que no cuentan con más de doce años, no puede calificarse de “arboricidio”; construir sobre una parcela que supone el 8% de un parque no es destruirlo; el cambio de uso de una parcela cumpliendo la regulación legal urbanística no es una “cacicada”; y, por supuesto, confiar en el buen gusto y la bondad de la clase social (la “Sevilla” eterna) sostenedora de la destrucción del palacio de los Sánchez-Dalp, la construcción de Los Remedios y la calle Imagen, etc. me parece de una inocencia digna de mejor causa.

Como en cualquier debate social, los argumentos de los oponentes y los defensores del proyecto de la nueva biblioteca de la Hispalense responden a múltiples intereses, algunos honestos, otros poco confesables y algunos claramente despreciables.

Y como muestra, un botón de mano, y nunca mejor dicho, del apologético heraldo del “sevillanismo” Antonio Burgos, que se pregunta en ABC: “Y lo que menos me explico de todo: con la de arquitectos que hay en paro en Sevilla, ¿por qué esa biblioteca la está haciendo la arquitecta iraní Zaha Hadid?” No sé si en la misma hay más de racismo y xenofobia que de machismo y clasismo. Aunque, eso sí, todo muy sevillano, mi arma.

POST-POST

Con fecha 10 de septiembre de 2009, el DIARIO DE SEVILLA ha publicado en la sección de "Cartas" el siguiente resumen de este post.

EL PRADO COMO REMEDO DE PARQUE
Los debates constantes sobre el uso del Prado han alcanzado tintes subrealistas, pero lo [que] más me ha sorprendido a lo largo de estos años ha sido la capacidad de imposición de las visiones sociales más pobres y chuscas de todas las propuestas que se han barajado. Durante el mandato de Rojas Marcos como alcalde se planteó lo que en mi opinión fue el único proyecto urbanístico afortunado del Partido Andalucista: una gran plaza dura enmarcada por una galería de árboles que dotara a Sevilla de la plaza mayor que nunca tuvo. Pero fue derrotado por un proyecto de jardín ñoño que podríamos definir como "neoregionalismo simplificado": algo de ladrillo, algo de forja y mucho de albero. En el Prado se hizo un remedo del Parque de María Luisa, un pastiche que suelo gustar mucho a los más tradicionales de la ciudad, que lo consideran su santo y seña cultural. En mi opinión, la actual configuración del Prado de San Sebastián es de lo más insulsa y prescindible, y nada aporta a la jardinería sevillana, y sólo sirve para dar sombra. Se puede discutir la legalidad y la idoneidad de ubicar la nueva biblioteca de la Universidad de Sevilla en la parcela más oriental del Prado, pero construir sobre una parcela que supone el 8% de un parque no es destruirlo.
Pablo Morterero (Sevilla)